jueves, 25 de agosto de 2011

Calderón en la teoría de juegos


Octavio Rodríguez Araujo

Albert W. Tucker fue un notable matemático de la Universidad de Princeton. Millones de personas lo vieron (con otro nombre), como jefe del departamento de matemáticas en la película Una mente brillante, protagonizada por Russell Crowe en el papel de John Nash (premio Nobel de Economía en 1994).

Tucker fue uno de los profesores de Nash e influyó en él en el desarrollo de la teoría de juegos. Fue el creador del “dilema del prisionero” que, llevado a la ciencia política, nos ilustra sobre dos entidades en guerra en relación con el armamentismo. Estas dos entidades, que pueden ser dos gobiernos o un gobierno y el narcotráfico, tienen dos opciones: incrementar el gasto en armas o llegar a un acuerdo para reducir su armamento. Como ninguna de las dos entidades puede estar segura de que la otra llevará a cabo el acuerdo, ambas se armarán más y la guerra, si estalla, será más sanguinaria y más costosa. La paradoja es que creyendo sus mandos que están actuando racionalmente, el resultado que obtendrán será completamente irracional y su guerra los llevará a situaciones no previstas en las que, al final, ninguno ganará. En este caso las dos entidades mienten y, como todo mundo sabe, confiarse de un mentiroso no es ingenuidad, sino estupidez. El desenlace no puede ser otro que más armamento, más muertes y ninguna ventaja especial para ninguno de los contendientes.

El problema que tiene Calderón es que, aunque no gane (y no ganará), saldrá del juego el 30 de noviembre de 2012 en la noche. Terminará su mandato como un perdedor y, peor aún, como el causante de decenas de miles de muertes sin haber logrado su propósito de acabar con el crimen organizado. En tanto que el narcotráfico, aunque no gane tampoco, seguirá en el juego con quien gobierne el próximo sexenio y así hasta que la producción y el tráfico de drogas por ahora ilegales deje de ser negocio. Será entonces cuando los narcotraficantes perderán, y se dedicarán a otra cosa, probablemente también ilegal, pero será otra cosa.

La producción y el comercio de drogas (por ahora ilícitos) serán negocio mientras exista la demanda. Así como las carretas jaladas por animales fueron negocio por muchísimos años, comenzaron a declinar como tal a medida que el automóvil fue invadiendo el mercado. Hoy en día es negocio producir y comercializar automóviles, pero no carretas.

Cuando el producto a comercializar es ilegal, lo emprenderán grupos de delincuentes que, en el mercado negro, ven perspectivas de hacer dinero aunque en ello les vaya la vida. En el momento en que ese producto deja de ser ilegal, sus productores y comerciantes ilegales cambiarán de giro o entrarán en la legalidad aprovechando el mercado que bien conocen. En el caso de las bebidas alcohólicas, sobre todo en Estados Unidos, los que salieron del juego fueron los gobernantes al legalizarlo de nuevo en 1933, obligando a sus contrarios (las mafias que crecieron con la prohibición) a cambiar de giro o a volverse legales. El resultado del cambio de política gubernamental sobre el alcohol no fue acabar con la demanda sino con el crimen que usó la prohibición como negocio. La demanda existe y existirá, pese a sus graves consecuencias en la salud de quienes abusan de su consumo, pero el alcohol ya no está asociado con el crimen organizado.

El crimen, por otro lado, existe y existirá mientras sea negocio, igual se refiera a trata de personas, a drogas, a contrabando de tabaco (por alzas de impuestos), o por ejemplo en México, de televisores, antes de que se firmara el GATT (por sus siglas en inglés) y se abrieran las fronteras para su importación.

En relación con el crimen siempre habrá por lo menos dos jugadores: las autoridades que tratan de combatirlo y los criminales que tratan de ganar dinero mediante su actividad principal, sea cual sea. Si una de las partes, para el caso el gobierno, declara la guerra al crimen, éste se defenderá mediante el mismo mecanismo que se use en su contra. Si son armas, éstas se multiplicarán entre ambos jugadores y los que más ganarán serán los que las venden, pues el negocio de las armas es superior al del narcotráfico. El negocio de las armas, dicho sea de paso, tampoco se extinguirá mientras exista demanda, y lo grave en este tema es que no hay poder sobre la Tierra que quiera terminar con él, sea legal o ilegal, pues no hay gobierno que no quiera armas, incluyendo a los que se dicen neutrales. Tampoco los criminales querrán prescindir de ellas.

Ante esta situación los matemáticos han establecido un corolario, y éste consiste en que la única forma de ganar es cambiando los valores de quienes toman las decisiones en el juego. Si se piensa en términos egoístas (derrotar al otro) uno de los dos jugadores pierde o pierden los dos; si se piensa en términos del bien común, puede ser que ninguno de los dos gane, pero no se destruyen. Esto ocurrió en la guerra fría: tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tenían armas para destruir al otro, pero ambos gobiernos sabían que la destrucción de uno llevaría a la destrucción del otro y de muchos más. El corolario fue que ninguno debía oprimir el botón rojo de una guerra nuclear. Ahí, aunque a posteriori se vea como algo sencillo, hubo un cambio de valores: el bien común por encima del egoísmo de cada una de las dos potencias. El juego de supervivencia, no de ganar o perder, fue el que prevaleció, y gracias a ese cambio de valores aquí estamos, todavía vivos. La opción era la extinción de la humanidad o la fórmula del respeto al otro para sobrevivir.

Así conviven gobierno y crimen en Estados Unidos. Pero Calderón no lo ha entendido, tal vez porque ni él ni sus asesores saben de teoría de juegos ni del dilema del prisionero.

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