jueves, 20 de marzo de 2014

Petróleo, protesta y sindicato

Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a conmemoración de la expropiación petrolera puso de manifiesto las profundas diferencias que en esta materia capital dividen a las principales fuerzas políticas del país, no obstante la desaseada aprobación al vapor de las reformas constitucionales, tan celebradas dentro y fuera del país como un hito histórico. En Cosoleacaque, el gobierno y la plana mayor del sindicato celebraron la normalidad de la empresa, como si el aleteo de la corrupción no sembrara dudas acerca del futuro de Pemex una vez que se desate el proceso privatizador. Al aniversario llega el muy celebrador gobierno sin tener listas las leyes secundarias que de alguna manera serán los cimientos de la refundación de la industria energética, pero no se recata para ofrecer potenciales beneficios, el oro y el moro, la bolsa de promesas que marcan toda la estrategia oficial. Al decir que la reforma energética es el más importante cambio económico en México de los últimos 50 años, el Presidente deja pasar la oportunidad de formular objetivos precisos respecto del país que se vislumbra en el mundo global y en vez de eso se hunde en el mar de las generalidades que se ha dado en tomar como eficacia discursiva, la retórica que huye de la complejidad como si el simplismo fuera atributo de la inteligencia. Por un lado promueve la ruptura con cierto modelo del pasado –la reforma energética liberará a Pemex de frenos y ataduras burocráticas, que impedían su pleno desarrollo. Pemex ya no se manejará como una dependencia más de gobierno, sino como una empresa productiva, de liderazgo mundial (sic)–. Por el otro, el Presidente apela a la continuidad histórica en un esfuerzo claramente ideológico por engancharse a la figura de Lázaro Cárdenas como referencia patriótica. ¿Es tan difícil para el Ejecutivo explicar en qué está pensando y cómo llevará a cabo dichas transformaciones, dejando al Legislativo la puntualización legal? Pero no, pues es en ese juego de ambigüedades donde radica la gran apuesta mediática para adormecer todo signo de protesta en una población cuyos niveles de vida lejos de crecer se derrumban. El discurso del 18 de marzo es una demostración de la superficialidad con que se asumen los grandes retos nacionales, comenzando por la erosión de los niveles de vida causada por la falta de crecimiento real de la economía. Pero en este punto, en lugar de bordar sobre la realidad y sus problemas, el Presidente prefiere dar por hecho lo que, en cualquier caso, es mero proyecto, ideas sobre el papel o, en el mejor de lo casos, marco jurídico para las venideras políticas públicas. Por eso el mundo ideal descrito en el acto oficial es ilusión, promesa, algo que aún no existe.
Frente a la autocomplaciente actitud oficialista, las protestas contra la reforma energética aún son simbólicas. El sindicato petrolero no sale de su profundo letargo corporativo ni siquiera porque la reforma amenaza directa e indirectamente su materia de trabajo. Está claro que su papel no será defender los intereses profesionales y legales de los trabajadores sino, por el contrario, servir como instrumento para facilitar la aparición de nuevas relaciones laborales bajo la creciente intervención de los capitales privados. Rescatar la defensa del interés nacional pasa necesariamente en este punto por la recuperación del sindicato como medio para la expresión de los trabajadores. Sin los petroleros es imposible frenar el golpe clasista que subyace bajo la reforma y eso implica reflexionar sobre el sindicalismo, evitando las teorías acerca del carácter monopólico de toda auténtica formación obrera. La reforma energética se ha vendido como si fuera al mismo tiempo la solución a los vicios de la organización obrera en México: la corrupción, el servilismo ante la autoridad, la opacidad de las dirigencias, pero esa es una falacia que no puede aceptarse sin plantear a fondo la absoluta democratización de la vida sindical, la independencia para dirigirla y la rendición de cuentas como norma.
Quienes creyeron que bastaba un golpe de mano para cambiar en un sentido democrático el funcionamiento de los grandes sindicatos se han topado con un hecho inesperado: éstos son negocios manipulados por camarillas corruptas, pero antes que nada son instituciones de poder cuya extinción reclama una reforma completa del régimen que les dio sustento. Y eso es lo que falta.
La necesidad de construir un frente en defensa del petróleo no es, por lo mismo, una más entre las distintas tareas que se le presentan a la sociedad civil y a la izquierda en particular. Las demostraciones públicas del 18 de marzo probaron que la voluntad de no dejar impune el atropello a la Constitución persiste, pero la dispersión de los esfuerzos (aun cuando se reiteran las coincidencias) es una prueba de debilidad que a nadie beneficia.
No se trata de predicar la unidad acallando la notorias diferencias existentes entre las corrientes, grupos y partidos que enarbolan banderas críticas, pero sí podemos exigir que en los temas como el del petróleo se busquen fórmulas que permitan actuar unidos, propiciando el debate sobre el significado y las posibles soluciones que las izquierdas puedan aportar. De otro modo la protesta se quedará en un acto testimonial.

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