Pedro Miguel
S
i hubiera una diferencia real y de fondo entre los intereses que representa Ricardo Anaya y los que están detrás de José Antonio Meade, ambos tendrían que estar en una reñida lucha por consolidarse en el segundo lugar de las preferencias electorales para, desde allí, intentar alcanzar al lejano puntero en los sondeos, Andrés Manuel López Obrador. Pero no: ambos, elpanredista y el priísta-verde, enfocan su violencia verbal en contra del tabasqueño y sólo de manera muy secundaria intercambian entre ellos alusiones casi corteses. Los dos aseguran, como espejos enfrentados, que se encuentran en situación de
empate técnicocon el ex jefe de Gobierno del Distrito Federal, en un afán por atraer para sus respectivas candidaturas el apoyo de sus representados, que son los mismos. En este punto lo importante no es que propongan algo concreto para conducir al país los próximos seis años y para solucionar la gravísima crisis en que se encuentra, sino que alguna gente crea en uno de ellos como un político capaz de derrotar en las urnas a López Obrador. Es claro que para ambos el enemigo a vencer es el que representará a Morena en la elección presidencial del primero de julio próximo y que ambos están dispuestos a ser la comparsa del otro con tal de impedir el inicio de un verdadero viraje en la conducción de la política nacional, una democratización real y una limpieza de la administración pública que afectaría a la oligarquía político-empresarial a la que sirven.
Por si cupiera alguna duda, el domingo pasado, en el cierre de su precampaña, efectuado en Tlalnepantla, Meade amenazó con ganar la Presidencia en la misma forma en que Alfredo del Mazo se hizo con el poder en el estado de México.
Fuerte y con todo, dijo. Y todo mundo sabe que los comicios realizados en tierras mexiquenses en julio del año pasado fueron una de las elecciones más inmundas de los tiempos recientes, con árbitros electorales abiertamente favorables al partido oficial, compra masiva de votos, impunidad garantizada para los delincuentes electorales y una impúdica utilización de las estructuras y presupuestos institucionales a fin de garantizar que el primo del presidente quedara en el cargo, así fuera a contrapelo de la voluntad popular.
Lo anunciado por Meade es, pues, el anuncio de un nuevo fraude electoral a escala nacional para las elecciones de julio, algo que exaspera por el cinismo pero que difícilmente sorprende y que tiene un claro propósito disuasorio para los votantes irritados con el régimen:
hagan lo que hagan, impondremos la continuidad.
Pero no debiera escapar que en su momento la imposición de Del Mazo contó con dos respaldos implícitos fundamentales: el de la panista Josefina Vázquez Mota –la cual ya había desempeñado ese papel hace seis años, cuando abanderó a la posición domesticada que volteó hacia otro lado ante la magna adulteración democrática que resultó en la colocación de Peña en Los Pinos– y el del perredista Juan Zepeda, quien se prestó para operar como distractor de votos en contra de la maestra Delfina Gómez para minimizar la ventaja de ésta sobre Del Mazo y facilitar, así, la realización del fraude.
De cara a la elección próxima Ricardo Anaya es una encarnación de ambos: de Vázquez Mota y de Zepeda, cuyos partidos van en coalición. Pero es tan inocultable la debilidad de Meade que dentro de cinco meses los papeles serán intercambiables y el priísimo podrá resignarse a respaldar bajo la mesa a la fórmula panredista. El aspirante priísta no puede ni soñar con ser el Peña Nieto de 2018, así que tal vez deba conformarse con emular al Madrazo de 2006. Anaya quiere ser el Calderón de este año, pero tal vez –en el caso de que el tricolor logre sacar fuerzas de su propia pudrición y colocar a Meade en un segundo lugar consistente– deba desempeñar el papel que correspondió a Vázquez Mota en 2012.
En julio habrá un comicio con carácter de referendo y la pregunta central a responder en la boleta será: cambiar el rumbo del país o seguir por el mismo camino de desastre impuesto a partir de 1988 y que, a lo largo de las subsecuentes administraciones priístas y panistas, se ha traducido en emigración, postración agraria, destrucción de la industria nacional, envilecimiento de las instituciones, desempleo, desintegración, hambre, opresión, represión y muerte. Tal es la propuesta de las candidaturas tricolor y blanquiazul, aunque la primera se esfuerce en justificar y minimizar la catástrofe y la segunda jure que no tiene ninguna responsabilidad en ella.
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