Bernardo Bátiz V.
O
tra vez el gobierno local aplica un reglamento ambiguo, amañado y mal redactado para ordenar a los granaderos enfrentar, ahora en la colonia Tabacalera, a los vecinos que se oponen a una empresa privada en su intento de sembrar parquímetros frente a sus casas y negocios.
Ahora son los de la antigua colonia de los Arquitectos, ahora Tabacalera, los de la tradicional Santa María La Ribera, los de San Rafael, los de Buenavista, como antes fueron los de Nápoles y San Pedro de los Pinos, los del Centro de Coyoacán y otros muchos que reclaman, se organizan, se defienden de ese negocio que pasa por encima de voluntades y derechos humanos.
Se simula una consulta apresurada, no supervisada, hecha a escondidas y luego, al amparo de las sombras de la noche, se pretende plantar las máquinas tragamonedas repudiadas y sólo defendidas por los que se frotan las manos al pensar en las ganancias que obtendrán; se trata de un negocio privado que explota un bien público en beneficio de unos pocos. Las razones de quienes se oponen a esta simulación jurídica, son variadas y sólidas, a ellas ponen oídos sordos quienes tienen compromisos con la empresa y para salirse con la suya; instalan mesas de diálogo, no para atender o escuchar, sino para distraer y aburrir a quienes se duelen de la ilegalidad.
Imponer la aplicación semiclandestina del reglamento es un acto violatorio a los artículos 14 y 16 de la Constitución; nadie puede ser privado de sus posesiones, propiedades o derechos, sólo mediante juicio en que se cumplan las formalidades del procedimiento y nadie puede ser molestado en su persona, familia, documentos o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de autoridad competente. Cuando inmovilizan un auto o cuando las grúas los arrastran, no hay ni juicio ante tribunales ni procedimiento que se cumpla ni mandamiento escrito de autoridad alguna.
Los daños son jurídicos, económicos y sociales; el reglamento permite acaparar y sacar de la circulación las monedas de cinco y 10 pesos (las de peso las rechazan las maquinitas) salen las que sirven a la economía popular para sus modestas transacciones, vendedores ambulantes, limpiaparabrisas, aseadores de calzado y periodiqueros, que se ven agraviados porque sus clientes guardan sus monedas para luego depositarlas en los voraces aparatos en los que se acumulan fuera de la circulación durante mucho tiempo. Es entre los estratos más pobres de la sociedad donde escasea el circulante; hasta los pedigüeños de las esquinas salen perjudicados, malabaristas, payasitos y magos, casi siempre jóvenes desplazados por el sistema neoliberal, pierden las propinas que recibían gracias a esa instintiva acción solidaria de los que la van librando.
Socialmente, los efectos del reglamento de parquímetros no producen algún beneficio a la colectividad; junto a las aceras, los espacios se ocupan con o sin máquinas tragamonedas. Al patrimonio capitalino llegan solamente las migajas, lo grueso se queda con empresarios que tuvieron la habilidad o suerte de estar cerca de quien toma las decisiones; ni siquiera se benefician los empleados que van poniendo en las llantas esas máquinas de tortura conocidas como arañas, ellos reciben por su pequeño salario los reclamos, los insultos y a veces las agresiones de los agraviados automovilistas.
Ni los empleados de la empresa ni los policías que los acompañan y les ayudan a hacerse justicia por propia mano y a enfrentarse a las víctimas de su sistema, ganan un buen sueldo, el salario mínimo o un poco más, las ganancias son para los de arriba.
Estamos ante un ejemplo más de un proceso económico que socialmente está vacío de resultados y que abajo, en la ruda vida de las calles capitalinas, cada vez más acotadas y reducidas por conos, vallas y tambos de plástico, enfrenta a ciudadanos pobres con los de clase media, frente a los espectadores de las esferas altas que ni se inmutan ni les preocupa.
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