lunes, 26 de septiembre de 2016

La presencia de la ausencia


Elena Poniatowska
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En la imagen, Cutberto Ortiz Ramos y Jorge Antonio Tizapa, normalistas.Foto proporcionada por Elena Poniatowska
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l pasado 13 de septiembre en Monterrey, en un teatro en el que cupieron más de mil estudiantes, Leticia Hidalgo subió al escenario y frente a mí se irguió una nueva Rosario Ibarra de Piedra. Madre de Roy, secuestrado en su casa por policías del municipio de Escobedo, Letty, con lágrimas en los ojos, me entregó un manojo de testimonios que viene a corroborar la terrible realidad por la que atraviesa nuestro país. El libro se titula: La presencia de la ausencia.
Hoy, 26 de septiembre, se cumplen dos años de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos, de Ayotzinapa y, aunque el gobierno de Peña Nieto apueste al olvido, los heroicos padres de familia insisten en que su lucha apenas empieza. ¿Qué pasó? ¿Dónde están? ¿Por qué se los llevaron? ¿Quién se los llevó? ¿De qué los acusan? ¿Quién fue? ¿Quién los tiene? ¿Dónde está? Sólo queremos saber dónde están. ¿Nos darán alguna razón? Señor Gobierno, usted es culpable.
En este país de desaparecidos, de fosas comunes y de huesos calcinados, el libroLa presencia de la ausencia, editado por la asociación civil Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León (Fundenl), es el mejor antídoto contra la desmemoria. En sus páginas revivimos las historias de 14 jóvenes desaparecidos en los barrios olvidados de Monterrey, entre 2011 y 2015; 14 historias presentadas por académicos, madres, hermanos y amigos que, poniéndose en el lugar de las víctimas, intentan lo indecible: hablar del dolor de los familiares.
Cuando desapareció, el 31 de julio de 2011, Brenda Damaris González tenía 27 años. Cajera en una carnicería, obrera en la General Electric, trabajó en la pizca y se fue de mojada al otro lado. Su sueño era poner un restaurante con su mamá. En cambio fue asesinada y sus restos terminaron en una fosa. Junto a Brenda Damaris figuran historias de muchachos como Carlos Alberto Fernández, de 19 años, hijo único y gran deportista; César Guadalupe Carmona Alvarado, El Gordo, de 34 años, técnico en computación, amante de la buena cocina y padre de cuatro niños; Ernesto Efraín Vidal Flores, de 28 años, estudiante de criminología y apasionado por resolver casos difíciles; Gino Alberto Campos Ávila, de 18 años, maestro de grafiti, secuestrado cuando andaba en su moto, la de su trabajo de cobrador; Gloria Carina Oliva Ayala, de 21 años, con su tatuaje de Napoleón, su gato recogido en la calle porque le gustan los animales; Irving Javier Mendoza de Alejandro, de 21 años, bailador y papá de Uriel e Ingrid; José Ángel Rivera Silva, de 42 años, transportista, devoto de San Judas Tadeo y la Virgen de Guadalupe, quienes olvidaron protegerlo; Kristian Karim Flores Huerta, de 25 años, aficionado a los Rayados de Monterrey y padre del pequeño Kristian, quien no lo conoce porque nació dos semanas después de su secuestro; Miguel Ángel Galo Rodríguez Romero, de 27 años, juguetón y bromista, lavaplatos y ayudante de cocina, papá de Alan; Miguel Ángel Hernández González, mesero en un bar, orgulloso de ser el hermano mayor de Ramiro y padre de Miguelito; Nicolás Flores Reséndiz, de 42 años, productor y vendedor de fresas en el mercado y padre de cuatro hijos; Osvaldo Arizméndiz Flores, de 34 años, arquitecto de pelo ensortijado, quien se pagó su carrera y antes de desaparecer iba y venía de Guadalajara con el proyecto de un supermercado; Roy Rivera Hidalgo, hijo de Leticia, de 18 años, traductor, buen nadador y muy amiguero, a quien los policías armados sacaron de su casa el 11 de enero de 2011.
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Leticia Hidalgo, frente al Museo Victoria & Albert, en Londres, donde se exhibió la muestra Objetos desobedientes Foto proporcionada por Elena Poniatowska
A las historias de los desaparecidos les siguen los ensayos de destacados académicos sobre la violencia en México y este largo andar de Antígonas, madres insomnes cuyo dolor nunca llega al lugar de su quietud. Una de las madres cuenta que al no tener una tumba que florear las lleva a la iglesia más cercana, porque le queman las manos.
Desde el sexenio de Felipe Calderón hasta el año pasado, la desaparición es moneda corriente en Monterrey. Los comandos armados de grupos delincuenciales como Los Zetas o el cártel del Golfo irrumpen en las casas para levantar a jóvenes inocentes, como Roy Rivera.
¿Cuál es el destino de estos chavos? ¿El trabajo forzado? ¿El narcomenudeo? ¿La venta de sus órganos? ¿La prostitución? ¿La muerte? Hasta la fecha, ni la Procuraduría del estado, ni los gobernadores han podido dar respuesta a las madres de estos jóvenes, convertidas en una voz que clama en el desierto.
El doctor Alejandro Vélez –quien hace el prólogo del libro y es uno de los pocos académicos que se preocupan por el tema– compara a Fundenl con el documental de Patricio Guzmán, La nostalgia de la luz, en el que un grupo de mujeres escarban en el desierto de Atacama, Chile, en busca de los restos de sus hijos, y una de las madres expresa: Ojalá los hombres no miren sólo a las estrellas, sino que vean también lo que sucede en la tierra. El ALMA de Chile es el mayor observatorio astronómico de América Latina y las madres –astrónomas– buscan en el pasado la respuesta a su presente y a su futuro. Así nace Fundenl, que convierte a los padres, abuelos, hermanos de los desaparecidos en Nuevo León en los primeros buscadores de estrellas dentro de la interminable noche oscura de la desaparición.
Este libro, cuyos fondos se destinarán a la lucha de los familiares por recuperar a sus hijos, está coordinado por Dairee Ramírez Atilano, Eduardo Carrillo Cantú y Angélica Orozco Martínez (tres chavos muy solidarios y entregados a la causa). Es también un excelente recordatorio del trágico 26 de septiembre del 2014, día que quedará en la memoria de los mexicanos como la fecha en que el gobierno de Enrique Peña Nieto mostró su peor cara. Es por eso que tanto Fundenl como los padres de los 43 normalistas saben mejor que nadie que no hay paz sin justicia, ni justicia sin memoria.
Recordar a Monterrey es recordar también a Ayotzinapa y a todos los estudiantes mexicanos. En el norte, las madres bordaron el nombre de su hijo en pañuelos de llorar como en Chile las arpilleras unieron con hilo rojo los parches de sus colchas. La costura es también la más antigua de las armas. Cada puntada une la vida de la madre con el hijo, cada puntada desafía al olvido, cada puntada tiene el orden oculto de la rabia. Cada puntada es el boca a boca de padres a hijos. El heroísmo de los padres que no olvidan hacer vivir a los hijos. Con el pañuelo de su hijo Letty se retrató frente a la puerta del Victoria and Albert Museum, de Londres, el 21 de septiembre 2016, que lo exhibió durante un año en una muestra de Objetos desobedientes. También las fotos de los chavos de Ayotzinapa circulan desde hace dos años en Europa y siguen impresas en nuestros ojos y en nuestra mente.

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