lunes, 5 de marzo de 2018

Un poder, tres poderes, 10 poderes

Bernardo Bátiz V.
E
n toda sociedad, si se concentra el poder, se está en los umbrales del abuso; lo mismo en la comunidad internacional que en una familia, pasando por los estados, las agrupaciones sindicales, las empresas y los partidos. Ojo, también los partidos; donde quiera que un grupo o una persona acumula funciones, maneja recursos, acapara toma de decisiones, los riesgos del exceso se presentan de inmediato. Por eso desde antiguo, la Grecia clásica, luego cuando aparecieron en Europa los estados nacionales, ahora en todo el orbe, se han buscado mecanismos de control del poder.
En el constitucionalismo moderno, de finales del siglo XVIII a la fecha, lo tradicional ha sido dividir el ejercicio del poder en tres estancos bien definidos; los tres poderes del clásico de Montesquieu El espíritu de las leyes. Un poder colegiado, a veces dividido en dos cámaras, se encarga de formular y expedir leyes, es el Poder Legislativo. Otro, el Ejecutivo, las cumple, las aplica, administra, controla recursos, fuerzas armadas y relaciones exteriores; al final de la trilogía, pero no menos importante, el Poder Judicial dirime controversias entre particulares, entre éstos y el Estado, impone sanciones y en su órgano supremo es intérprete inapelable de la ley.
Ninguno de los tres puede en teoría abusar; ahí están los otros dos para poner límites, para hacer los contrapesos y los equilibrios tan sabidos en la teoría del derecho constitucional. La teoría es buena, la práctica es difícil; muchos más en regímenes corruptos y ante pueblos mal informados.
Nuestra Constitución, en forma escueta y no carente de elegancia, cualidad que va perdiendo con la manía reformista, en el título tercero, que se denomina precisamente De la división de poderes, capítulo primero, artículo 49, establece: El supremo poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Así, con mayúsculas, y en ese orden, primero el Legislativo, como se ha venido repitiendo desde la Constitución de Apatzingán, idea de Morelos, uno de los grandes de nuestra historia.
Lamentablemente el principio político y también jurídico, fundado y con una larga tradición y fama ganada, históricamente ha sido el justo medio entre dos extremos peligrosos por el daño social que suelen ocasionar. Uno de ellos que se opone a la división de poderes, es el despotismo en contra del cual se pronunciaron John Locke, Montesquieu y siglos antes Aristóteles; es el poder absoluto sin límites y sin rendición de cuentas, que siempre acaba por ser opresivo e injusto. El Estado soy yo parece ser su divisa. Cuando nace el Estado el poder dividido de la Edad Media se concentra en el monarca, que dicta leyes, las aplica, las cambia a su antojo y es juez supremo. La Bastilla es su expresión señera.
Durante el feudalismo, cada señor en su territorio tenía su pequeño poder, era juez y legislador, pero convivía con otros poderes; la Iglesia con su propia jurisdicción, sus tribunales y sus medios de coacción y a lado de nobles y clérigos, ciudades francas, con sus fueros y también cofradías y gremios autónomos y todos impartían justicia, cobraban contribuciones y tenían milicias a su servicio. Contra este mosaico de fuerzas surgió la monarquía que acabó acaparando todo el poder.
Era el despotismo, a veces ilustrado; a veces, las más, arbitrario e injusto. Cuando se hizo intolerable apareció la ilustración, el liberalismo y los valores de la libertad y la igualdad que acabaron aboliendo al antiguo régimen e imponiendo la democracia y con ella la división de poderes.
Los estados actuales que surgieron del liberalismo individualista impusieron su principio: tres poderes y no más, desde luego; no uno, eso era inaceptable.
Se habla de la ley del péndulo; ahora el riesgo novedoso es la tendencia a pulverizar el poder político y no por temor al despotismo, por el contrario, como parte de una pugna con poder económico, que no acepta la rectoría del Estado. Las grandes empresas, el capital, no quieren límites a su propia forma de organizar todo con criterios empresariales y a partir de los valores propios del mercado, libre competencia y la ganancia creciente como meta suprema y como el horizonte, siempre adelante.
Para esta concepción teórica, el Ejecutivo no debe ser tan fuerte ni el Legislativo tan autónomo; para ello están los cabilderos, y respecto del Judicial pueden suplirlos con árbitros y amigables componedores. Dentro de esta tendencia surgen los órganos autónomos, como la banca central, los institutos electorales y ahora, entre otros más, las fiscalías independientes del Ejecutivo.
La incógnita hoy es: ¿a quién conviene pulverizar el poder? En mi opinión, al mundo de los negocios. El peligro que veo es que la gobernabilidad se pone en riesgo si no hay unidad de mando; titular del Ejecutivo y fiscal o fiscales autónomos acabarán por enfrentarse ante la sonrisa de los empresarios.

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