lunes, 26 de agosto de 2013

Nosotros ya no somos los mismos

 Ifigenia y el presidente López Portillo
Ortiz Tejeda
Foto
Ifigenia Martínez, durante una ponencia sobre la reforma energética que presentó en el Senado en junio de 2008  Foto Marco Peláez
L
o de siempre. Unos: Ortiz, cuéntanos más cosas de la maestra. La vida de mujeres como ella debe ser conocida, exaltada. Otros: Ortiz, deja en paz a la maestra, no abuses. Ella les aguantó a Puente Leyva y a ti sus gracejos nada más porque tiene un gran sentido del humor. Basta de balconearla sólo para hacer interesante tu añeja y decadente columneta. Firmantes: ex alumnos, legisladores y militantes partidarios de aquí y de allá.
Hago caso a medias y cuento un poquito más. Ifigenia y el presidente López Portillo tenían una amistad cordial, en razón de lo cual el mandatario firmó como testigo en la boda de su hija. El día de la ceremonia, en medio de un verdadero diluvio, en punto de la 7 pm arribó don José a la celebración, la cual reunía a un reducido grupo de amigos. El acto iba a dar comienzo con el rigor propio de los actos en que el Estado Mayor, para bien o mal, mete mano y comprueba tres veces que todo esté en orden. Bueno, todo es un decir. Había una ausencia que, ¡quien lo creyera!, representaba una verdadera condición suspensiva (diría el Güero –quien sabe de leyes– Molina) al acto que estaba por celebrase: no había novio.
Aunque la lluvia era una evidente explicación, al transcurrir 10, 15 minutos la tensión iba en aumento. Se adelantaron la champaña y los brindis, que aunque pretendían ser humorísticos resultaban fatales. Sólo la cordialidad presidencial salvaba el momento, aunque la pretensa desposada ya hacía pucheros. En cierto momento le susurré al general Godínez: Señor, la ausencia del novio es una falla de la tradicional acuciosidad del Estado MayorSe equivoca, me respondió. “¿Ve usted a ese joven teniente que está en la puerta? Si en 10 minutos no llega el contrayente, él cubre el interinato. El Presidente no vino dioquis”. Pero el novio llegó, aunque hecho una sopa, en la moto de un agente de tránsito, quien le creyó la historia de la boda y el padrino y le dio un aventón. ¿Y el teniente? Por esa vez se salvó.
Este episodio, propio de las revistas del corazón, es únicamente un dato que pone relieve al permanente comportamiento que, como diputada, asumió doña Ifigenia. No creo que presidente alguno haya contado, en las dos legislaturas que acompañan su sexenio y en las que él es mano para su conformación, con un legislador que honrara más un vínculo amistoso. Pero amistad de a de veras, no sumisión, acatamiento, ni menos complicidad. Amistad que implica la expresión franca de las diferencias y los desacuerdos. Durante la L Legislatura Ifigenia fue para el Ejecutivo, más aún para los miembros de su gabinete, una verdadera lata, pero también un imprescindible Pepe Grillo. Toda propuesta, así viniera del Ejecutivo (corrijo: en ese entonces todas llegaban de él), pasaba bajo la lupa ifigeniesca. Durante tres años los suyos siempre fueron votos de conciencia.
En diciembre de 1977, el Senado envió a la Cámara de Diputados la minuta de ley reglamentaria del artículo 27 constitucional en materia nuclear. De inmediato se apersonaron en el recinto de Donceles la representación de los trabajadores nucleares y los más destacados miembros de la comunidad científica. Requerían ser escuchados sobre asuntos vitales que la iniciativa planteaba: la división del INEN, el tipo de reactores que convenía instalar en México (uranio natural o enriquecido) y la ubicación legal de los trabajadores. Todos coincidían en señalar que la minuta no respondía a una política de Estado que auspiciara el desarrollo nacional en materia nuclear y sí, en cambio, ponía en riego la facultad exclusiva del Estado en la exploración, explotación, beneficio y comercialización de minerales y materiales radiactivos. Durante meses se desarrolló una enconada batalla del todo explicable si se toman en cuenta los intereses en dinero y poder (¿serán conceptos diferentes?) que estaban en juego. Grandes empresas estadunidenses, las de la industria de la guerra por supuesto, tenían los ojos en nuestro uranio y demás minerales. Científicos de reconocido prestigio, como Barrera Graef, Barajas, Eibenschutz y Vázquez Reyna, así como los dirigentes sindicales Gershenson y Whaley, lograron el respaldo, al principio, de los diputados de origen universitario, principalmente los economistas, a quienes se trató de ridiculizar con el mote de los ifigenios, apodo que al final terminó expresando inteligencia, preparación y una permanente postura progresista. También se sumaron dirigentes campesinos y algún librepensador emocionado. Se abrió una consulta pública, se organizaron múltiples debates y se hizo trabajo de campo: comisiones de legisladores visitaron las instalaciones nucleares y recabaron testimonios de viva voz. Para el mes de noviembre del 78 la opinión pública, sin Internet ni redes sociales, por supuesto sin medios electrónicos, mal que bien entendía lo que estaba en juego. Entre los días 9 y 10 de ese mes, después de intensas discusiones, se aprobó un proyecto de ley que transformaba a fondo la minuta recibida y que incluía, entre otras cosas, el derecho de científicos y trabajadores mexicanos a construir reactores nucleares, a no comprometer el país en ninguna vía tecnológica específica, sino a aprovechar todas las tecnologías extranjeras existentes para la explotación de nuestros recursos. Por encima de todo, se ratificó: Es facultad exclusiva del Estado la exploración, explotación, beneficio y comercialización de minerales y materiales radiactivos.
La noche de la votación, en casa de Ifigenia, después de muchas otras noches de discusiones, corajes, desánimos y vueltas a empezar, brindamos. Había emoción, gozo y, por supuesto, orgullo del bueno. Ese nuestro granito para fortalecer el desarrollo y la soberanía dejaba un grato sabor de boca. ¿Qué pasó después? Chi lo sa, diría elche Francisco en su nuevo idioma.
En esta ardua batalla librada en favor del desarrollo independiente y la soberanía de la nación participaron algunos políticos a quienes no se debe escatimar reconocimiento: los líderes de ambas cámaras de la L Legislatura: González Guevara y Antonio Rivapalacio, progresistas, aperturos, respetuosos. Ellos fueron los encargados de plantear y convencer al secretario de Gobernación, Reyes Heroles, quien, ilustrado y recto como pocos, era al tiempo rígido y autoritario. En esta tarea fue también invaluable el apoyo del inolvidable pequeño Larousse Ilustrado José Luis Lamadrid, su asesor de más confianza. Juan José Osorio, coordinador del sector obrero, para quien la situación lo colocaba entre la espada y la pared: el líder del Senado era Gamboa Pascoe. Por supuesto, los diputados de extracción universitaria Jaime Aguilar Álvarez, Julio Zamora, Jorge Efrén Domínguez, Gustavo Salinas y, evidentemente, el economista non de esa Cámara: Ifigenio Puente Labra. Los diputados Jorge Garabito y Jacinto Guadalupe Silva, militantes del desaparecido Partido Acción Nacional, merecen mención especial. Trascendieron banderías y sufragaron por elbien común de los mexicanos. Ellos representan las antípodas ideológicas, intelectuales y éticas de los actuales depredadores de esa organización política que comienza con Germán Martínez, César Nava, Max Cortázar y un etcétera que llega a Harvard, pasando, inevitablemente, por el rancho San Cristóbal.
Muchas otras viñetas sobre mi maestra podría cronicar, pero excederse cansa. Ya irán saliendo solitas. Por ahora prefiero terminar con una imagen tan indignante y trágica como hermosa y emocionante: es septiembre, días antes del octubre trágico. En el campus de nuestra centenaria y noble casa retumba la acompasada y ominosa marcha de quienes, con violencia extrema, profanaban un territorio nunca antes hollado con tal sevicia. Los estudiantes que allí se encontraban eran perseguidos, apañados, levantados y trepados a los convoyes militares. Un pelotón se dirigió hacia la Facultad de Economía. En una oficina la luz estaba encendida y se veía movimiento. Un terrible empujón abrió la puerta y dejó ver a una pequeña señora que atrás de su escritorio revisaba algunos expedientes. El jefe del grupo dio unas zancadas y, parado frente a ella, le espetó con voz colérica: ¿Qué está usted haciendo aquí? La pequeña mujercita levantó la vista, se quitó los lentes y al ponerse en pie se agigantó. Con suave voz que contenía su indignación, contestó: Eso es lo que yo le pregunto a usted. Soy la directora de esta escuela. Sin miramientos fue encaramada a un vehículo militar, desde el que tuvo valor para despedirse con el puño en alto.

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