sábado, 21 de noviembre de 2020

Sentido común


E

s una forma social de enjuiciar al mundo y no es la razón individual. Es colectiva y nace de las experiencias comunes que, al nombrar, arrojan lecturas políticas. Al sentido común se le han opuesto los fanáticos religiosos, los artistas iluminados, los expertos, los tiranos. A su alcance para las democracias, Hannah Arendt dedicó sus últimos apuntes poco antes de morir durante un brindis en 1975. Para ella, el sentido común existe para rescatarnos de una sociedad de masas, de consumo, que nos separa y aísla: Necesitamos regresar a una vida pública que nos obligue a sopesar y considerar constantemente las cosas desde la perspectiva del otro. El sentido común es político por excelencia. Al contrario del pensar, que es un acto solitario, el sentido común sólo puede existir en relación con los demás y nos liga con el mundo real, cuando se comunica y enjuicia la experiencia común que de él tenemos.

Digo esto porque, en estos tiempos de cambios, el sentido común es indispensable para cerrarle el paso tanto a las mentiras, suspicacias sin datos, prejuicios disfrazados de principios, como a la aceptación sin más de lo real. Su creación parte del principio de que todos los seres humanos tenemos la facultad de hacer juicios sobre lo público basados en nuestras experiencias. Por eso, su historia está ligada a la de las democracias que, en su expansión, fue reconociéndosela a los esclavos, a las mujeres, a los inmigrantes. La opinión no experta está legitimada en lo político, así como en el gusto estético. Es el sustento de lo que conocemos como opinión pública, ese juicio social que se hace con base en principios compartidos y desde un pensamiento comunitario. Quienes hoy no reconocen al sentido común, le niegan a los demás esa facultad que, según ellos, sería de unos cuantos que tienen derecho de opinar porque poseen el saber especializado, sagrado, indebatible. Ellos nos acostumbraron a que la política era una técnica de gerentes, es decir, la negación de lo político. Pero una de las transformaciones de México en estos años de resistencia fue la apropiación por parte de los excluidos del debate público, del derecho a saber y a opinar que implica. Se expresan las diferencias –que provienen de la propia experiencia– y ahora dicen que eso es polarización.

La historia empieza en la Inglaterra de 1695 que elimina la censura previa y debe, entonces, lidiar con la proliferación de las opiniones, necedades, deshonestidades e infundios impresos. Como ahora con las redes sociales y de opinión, hace 300 años se apeló al sentido común para contar con un saber del mundo real que impidiera que el escepticismo o el dogmatismo sepultaran el inédito debate público. Fue así que los principales periódicos ingleses – The Spectator y The Free Thinker– se pusieron de acuerdo en reglas básicas para el debate. Lo primero era opinar con gentileza, es decir, no insultar o difamar al adversario. Lo segundo, era el cultivo de la sensatez, muy distinto de la simple racionalidad utilitaria. Dos reglas que le vendría bien adoptar a los medios mexicanos, en estos tiempos repletos de difamaciones y de la obtusa urgencia de hacer de la información un instrumento y no una vocación. Los ingleses de la mitad del siglo XVIII tuvieron que cuidar la gentileza y la sensatez cuando los debates pasaron de las diferencias religiosas a denunciar la corrupción de los ministros. Con ese propósito, Henry Fielding, el autor del Tom Jones, escribió una obra de teatro, Pasquín (1736), que comenzaba con el asesinato de La Reina Sentido Común a manos de la Reina Ignorancia, el cura, el medicastro y el abogado. Fue la obra londinense más vista de la década y motivó que se fundara un periódico con el nombre de la asesinada, Sentido Común, cuyo primer editorial decía: Nacemos de la necesidad de la regeneración moral, en especial, de la subordinación del interés privado a la preocupación por el bien común y de la nación, en esta nuestra época de corrupción desenfrenada.

El paso de una esfera pública restringida sólo a la corte del rey a una donde todo ciudadano podía opinar y hasta simplemente reaccionar, generó un cambio del sentir del pueblo a una facultad cognitiva compartida por todos. Desde su cátedra en Glasgow, el filósofo Thomas Reid argumentó que el sentido común no era ni una demostración racional ni sólo un efecto mental de los demás sentidos, sino una capacidad intelectual de la vida social. Así se le daba el estatus de una forma distinta de conocimiento: Es un poder de la mente que percibe la verdad y comanda la creencia, que no se deriva de la educación ni del hábito, sino de la naturaleza humana basada, no en prejuicios, sino en convicciones. Esa fue la escuela escocesa que llegó a Philadelphia y al título del libro más célebre sobre el tema, el de Tom Paine. Se necesitaba un igualitarismo cognitivo, común a todos, para fundar una república democrática: sólo los iguales a la hora de saber y decidir podían autogobernarse.

Eso fue lo que Paine retomó para alentar la independencia de los Estados Unidos y lo que los revolucionarios franceses de 1789 supieron desde el inicio; no tenían por qué tener la razón, sino sólo la capacidad para cuestionar lo que pasaba desapercibido o se decía que provenía de un origen divino e incuestionable, como la desigualdad y los reyes. Es este sentido común radical el que llega a México vía Francia, con aquella definición reactiva del Marqués de D´Argens: El sentido común es un instinto que, cuando se sorprende, resulta en carcajada; de sólo un vistazo descubre lo absurdo de la cuestión. O la del propio Diderot: Con el sentido común uno tiene casi todo lo necesario para ser un buen padre, un buen esposo, un buen comerciante y un buen hombre, aunque no nos evita ser un mal orador, un mal poeta, un mal músico, un mal pintor y un amante soso.

Hoy habría que reivindicar el sentido común de la necesidad de un corte con nuestra propia historia nacional de pillerías, despojos, humillaciones e injusticias, ahora que la política puede dejar de ser una cuestión esotérica y pasar al reino de la vida cotidiana y de la experiencia concreta de lo público. Con gentileza y sensatez, cuando no nos gane la risa

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