ocas instituciones nacionales, como la del área de cultura, han tenido el inconstante desarrollo de la protección civil. Sorprendente porque, como ejercicio nacional, nació de un drama: los sismos de 1985, y como figura mitológica súbitamente se enfrió. Por largo tiempo se abandonó y hoy es un mecanismo de protección comunitaria no acabado.
Tras aquellos sismos el presidente Miguel de la Madrid ordenó indagar sistemas existentes en otros países y aprovechar su experiencia para formular un programa nacional; enfatizó en considerar la enorme riqueza de conocimiento acumulado por las fuerzas armadas, que por décadas han concurrido en auxilio de poblaciones en desgracia mediante los planes DN III y Plan Marina.
El mejor campo de acción de estas instituciones es el auxilio inmediato. Ellas merecen amplio reconocimiento. También hubo logros de otros ámbitos, pero nada sistemático a escala nacional.
Así se formuló el documento llamado Bases para el establecimiento de un sistema nacional de protección civil, que se formalizó por decreto presidencial. Aun siendo un primer intento, resultó de enorme riqueza informativa y normativa, que fue tardía en su aprovechamiento.
El decreto es preciso en la definición de orígenes y características de los riesgos, y plantea subprogramas. Es firme en plegarse a leyes, reglamentos y manuales de planeación y operación. Considera básica la profesionalización en la materia difundida mediante recursos educativos formales.
Obsérvese que en su título hay todo un mensaje: bases, lo que designa su carácter incipiente que había que desglosar con amplitud, lo cual no se ha concretado. Al menos el más rentable concepto, la prevención, es muy pobre en lo real. Analícense, por ejemplo, los recientes desastres en Tlalnepantla o en Tula.
El eje del plan era hacer de la participación social la fuerza protectora principal en las etapas preventiva de auxilio y apoyo a la recuperación del interés social. En ella descansa la fundamental tarea de prevención.
El papel participativo innovador propuesto para la sociedad inquietó al secretario de Gobernación Manuel Bartlett, quien congeló la aspiración. La primera penosa experiencia fue que el funcionario desestimara la necesidad de una ley general de protección civil, proyecto que había desarrollado el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM con el apoyo técnico de la propia Secretaría de Gobernación.
La ley se promulgó hasta el 12 de mayo de 2000, casi 15 años después. El proyecto empezó a tomar forma favorablemente, dada la nobleza del mismo. El gobierno de Japón hizo una aportación económica y espontáneamente participaron estados, municipios e instituciones académicas.
Un ejemplo fue que dentro de la nebulosa de inacción precedente se creara el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred), institución rectora que aplicaría el esfuerzo de investigación y apoyo técnico a las diferentes estructuras operativas que integran el esfuerzo de conjunto.
La UNAM aportó el terreno en que se construiría el centro, nombró al personal académico y técnico especializado e impulsó los estudios enfocados a la reducción del impacto de desastres en el país. Todavía con desconfianza del secretario de Gobernación, la realidad llevó a que la universidad se hiciera cargo del nuevo cuerpo en forma integral, aunque con carácter de organismo subordinado a la secretaría.
La profesionalización es esencial en toda materia. A este axioma obedece la creación de la Escuela Nacional de Protección Civil (Enaproc), adscrita al Cenapred. Inició clases hasta 2014. Un ejemplo de lo poco que se ha avanzado es la inducción a la organización comunal. Todos estos antecedentes muestran cómo los tiempos para un hecho de valor nacional han sido largos y tortuosos.
Este año ha sido un reto crucial para el programa. Pandemias, sismos mayores, inundaciones, sequías, derrumbes han mostrado cómo la sociedad organizada y sus gobiernos rinden grandes satisfacciones, aunque éstas no se expresen por el marco de dolor en que se dan.
Dos casos deben ser motivo de estudio: Tula y Tlalnepantla, pues en ambos primó la sorpresa. El de Tula fue inexcusable porque los ríos crecen previsiblemente cada temporada; el de Tlalnepantla evidencia las incapacidades que por décadas han caracterizado a los gobiernos para regular el crecimiento urbano aberrante.
Innegablemente hay avances; tampoco es de negarse que han pasado 40 años. Hay esfuerzos humanos memorables, pródigos en excelentes servicios que lamentablemente opaca el dolor. Pueblo y gobierno debemos ver ese ejercicio solidario con respeto y satisfacción, y con el compromiso de perfeccionarlo como bien nacional. Son la ley, el pueblo y sus gobiernos organizados los mejores gestores ante el dolor.
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