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miércoles, 2 de mayo de 2012
Un parque con sabor a muerte
Un parque con sabor a muerte
Elena Poniatowska
Ahora que se habla de la crueldad y la discriminación contra los niños que viven en la calle –según lo cuenta Ariane Díaz– y se olvida por completo darle prioridad a la explotación sexual comercial de los niños y la violación a sus derechos, quisiera contarles del parque de La Bombilla o el parque frente al Monumento a Álvaro Obregón en la esquina de Miguel Ángel de Quevedo e Insurgentes.
En el restaurante La Bombilla, José de León Toral, en connivencia con la madre Conchita, mató de un balazo al presidente electo Álvaro Obregón, quien apenas estaba llevándose a la boca la primera cucharada de sopa, el 17 de julio de 1928.
Es un parque que podría ser un paraíso en medio del asfalto, pero por desgracia es feo y chamagoso. Consta de veredas bordeadas de pinos en las que también caen unos casquitos de eucalipto que truenan bajo los zapatos y si se recogen huelen a gripa. Un árbol único (y no muy bonito) presume haber venido del oriente traído a México por Miguel Ángel de Quevedo. Se llama Gingko Biloba, especie considerada fósil viviente conocido sólo en jardines de Asia Oriental, China y Japón. En ese jardín existen dos ejemplares únicos en la República Mexicana. Sin embargo, a pesar de un letrero descomunal, nadie le hace caso a ese ejemplar huérfano y raquítico. Giran arbustos tupidos y en la explanada se yergue un asta bandera siempre sin bandera. En torno al monumento que antes contenía la mano y una parte del brazo que el general Álvaro Obregón perdió en la batalla de Celaya hay una franja empedrada con bancas en las que se sientan enamorados y desempleados; algunos teporochos amanecen envueltos en su cobija y se la llevan bajo el brazo.
A las 11, un vigilante diminuto y viejito que cobra 10 pesos por subir al mirador abre la atemorizante puerta de bronce para que alguno que otro ocioso vea la réplica, también de bronce, de la mano de Obregón que se pudrió, se encogió y se deshizo en espaguetis.
Antes, frente al monumento-mausoleo, por cierto bastante oscuro y agresivo, había un espejo de agua rectangular en el que se metían los niños los días de mucho sol, como el domingo 29 de abril pasado. Obviamente eran niños de la calle y por esa razón era bonito verlos quitarse la ropa (hacerla un tambachito) y meterse en calzones en los 50 centímetros de agua, corretearse y reír felices. A pesar de que el jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, ha hecho pistas de patinaje, playas y albercas populares para los que no pueden pasar las vacaciones en Vail o en Eden Roc, este espacio fue rodeado con una cerca de un metro de altura y puntas de flecha.
Acostumbro sacar en la mañana, a eso de las siete, a un perro que responde al nombre de Shadow (Sombra). El perro corre y salta, es venado y pájaro a la vez y verlo da fe en la propia salud y en lo que significa hacer ejercicio. El viernes 27 de abril, día de la reunión de accionistas de La Jornada, Shadow, entusiasmado, se coló dentro del espacio cercado y al intentar salir, saltó encima de las mismas puntas de flecha que lo ensartaron y perforaron el estómago. Pienso que lo mismo podría sucederle a cualquier niño entusiasta que quisiera volver a disfrutar de un baño en los 50 centímetros de agua del espejo que algunos mediodías lanza chorros de agua al cielo. A cualquier menor de edad puede sucederle y aunque los niños de la calle son faquires, magos, repartidores de volantes, ilusionistas, tragafuegos y le dan vuelta y media a la miseria y al peligro, sería de toda justicia devolverles este espacio que en verdad les pertenece y fundir esta reja maldita. Si de por sí, los niños de la calle no tienen nada, quitarles este espacio es el colmo de la injusticia.
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