ste nuevo trienio ha empezado con renovados bríos pero sin todavía liberarse de los dolorosos estragos pandémicos. Las limitantes impuestas por el malhadado virus siguen afectando los ánimos y merma las capacidades de todo el sistema, tanto de vida como productivo, social o cultural. La disputa por la orientación y el discurso, en cambio, sigue con tonos rijosos que no cesan. Al menos, la numerología de las votaciones pasadas ha quedado superada. No así en lo referente al recuento preciso de los vencedores o vencidos. En lo tocante a las gubernaturas que estuvieron en juego no hay ya la menor duda del partido triunfador: Morena. Tampoco lo que corresponde a los municipios y la Cámara de Diputados. El alegato de haber detenido al Presidente en su pretensión de lograr la mayoría constitucional fue perdiendo el énfasis impreso por la oposición hasta disolverse. Morena y aliados tienen asegurada mayoría calificada y, por tanto, aprobará sin cambios, el Presupuesto de Egresos.
En cuanto a la supuesta rebeldía de las clases medias también habría que entrar un tanto más allá de lo aparente. Respecto del álgido asunto de las votaciones en la gran capital del país, parece necesario hacer algunas aclaraciones adicionales a la difundida derrota de Morena. En efecto, se fueron a la oposición nueve de las 16 alcaldías. Eso sucedió porque sus votantes salieron en mayores números que los de la elección presidencial pasada: casi 60 por ciento de participación. Poca duda resta de que fueron acicateados por la intensa difusión de peligros y catástrofes que llevó a cabo la casi totalidad del aparato comunicativo del país. Ello afectó amplias zonas donde habitan electores de acomodada posición económica y sensibles al ardiente discurso de atroces miedos. Pero Morena retuvo su base con efectividad similar a lo sucedido en 2018. Sus votantes salieron en igual proporción a defender sus simpatías (48 por ciento). Ello fue suficiente para dar a Morena el lugar principal en el juego de partidos. Todavía con más precisión, consiguió mayores números que los alcanzados por los tres de oposición juntos. Así que, el reparto del poder público, empieza a guardar proporciones, compostura y equilibrio. Nada de predicar catástrofes y negros horizontes para adelante. Por el contrario y sin triunfalismos, el panorama electoral para el resto del sexenio puede verse con prudente confianza. Incidir, con programas delineados con honda finura, con el objetivo de asegurar las simpatías de amplios grupos de capas medias queda como pendiente.
Superada la maraña que siguió a las elecciones de medio término, bien se puede entrar al análisis de los asuntos y las controversias presentes. En ese fondo de la disputa se encuentran los dos distintos modelos en pugna. Es este el vértice que, como toda dicotomía excluyente, polariza opiniones y hace que se adopten posturas encontradas. La opción por los pobres adoptada por los morenos llega hasta el corazón de la izquierda mexicana de estos días. Es su punto neurálgico y el que matiza todo lo derivado. Es, por tanto, un modelo reivindicador de los excluidos y, sobre esta línea, consolidar el edificio partidario adicional. Se desea cambiar la realidad actual que bascula, pesadamente, en favor de una distribución concentrada de la riqueza y las oportunidades. Por tanto, implica la modificación del régimen vigente completo. Se requiere atender todas sus modalidades –leyes, instituciones y rituales– que lo hacen ser de esa manera desequilibrada e injusta. En la otra esquina del pensamiento ciudadano se halla el modelo que pugna por continuar con lo establecido hasta hace poco. Modelo que ya ha sido trastocado ante los ojos y la conciencia mayoritaria del país. Aunque, hay también que decirlo, sus apoyadores, en particular aquellos que tienen la capacidad de visualizar algunas mejoras correctivas, las empiecen a formular y bajen la fijación de sus críticas finalistas.
Cada modelo conlleva, en su consiguiente imaginario, las posibles figuras de quienes lo habrán de conducir a partir de 2024. Las definiciones programáticas faltantes, de uno y otro bando, se habrán de afinar durante los venideros años.
Resta, para los morenos y su gobierno, empujar con mayor intensidad las transformaciones pendientes. Se aparece entonces en el horizonte próximo la imperiosa necesidad de aumentar la inversión, primero la pública y luego la privada para salir, con paso firme y consistencia, de esta crisis. Se avista como medular el modificar, con la decisión y apertura necesaria, el actual e injusto reparto de la carga fiscal. Primero para fortalecer la hacienda pública y, en seguida, para corregir la persistente desigualdad. Convertir al gobierno en activo agente de cambio y conducción, armado, para lograrlo, con los recursos indispensables, para presentarse, ante la ciudadanía, como atractiva palanca transformadora.
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