e confirma: los agüeros de un desencuentro catastrófico entre Andrés Manuel López Obrador y Joe Biden se han disipado. Esas fantasías apocalípticas, con todo y su ignorancia, cortedad de miras y mala fe, corrieron la misma suerte de las que se acuñaron hace tres años, cuando AMLO estaba por llegar a Palacio Nacional y el energúmeno Donald Trump habitaba la Casa Blanca.
No ocurrió ni una cosa ni la otra. Tras una etapa de desencuentros y tensiones que empezó con Felipe Calderón, cuyo entreguismo no logró contrarrestar el desagrado de la clase política de Washington ante un régimen entregado a la delincuencia organizada, y que siguió con la total incapacidad de Peña Nieto para conducirse con un mínimo de decoro, a partir de diciembre de 2018 la relación bilateral empezó a mejorar con base en una nueva estrategia del gobierno mexicano que consistió en dar y pedir respeto y no mezclar los acuerdos con los diferendos. El ejemplo más claro fue el de la migración: Trump no quería la llegada de más migrantes a territorio estadunidense y por razones muy diferentes, López Obrador no quería que continuara la sangría de población nacional causada por el modelo neoliberal.
Los amagos del republicano de gravar todas las exportaciones mexicanas (abril de 2019) pudieron ser superados; desde el maximalismo se afirma que el acuerdo se logró sacrificando el derecho al libre tránsito por el territorio mexicano, pero debe admitirse que ese derecho es meramente aspiracional en el resto de los países y que hoy por hoy no hay ninguno en el mundo que acepte el ingreso de extranjeros sin ninguna suerte de control administrativo. Posteriormente, AMLO logró entender que la propuesta trumpiana de enviar tropas a México para combatir la delincuencia organizada no era una amenaza, sino un ofrecimiento de ayuda al que bastó corresponder con un no, gracias
, y a partir de allí la relación mejoró sustancialmente.
Los agoreros nacionales tuvieron una segunda oportunidad de construir escenarios de conflicto cuando estalló la crisis poselectoral en el país vecino a raíz del triunfo de Biden o, mejor dicho, de la derrota de Trump; la prudencia presidencial de México de no adelantarse a felicitar al demócrata en tanto su victoria no fuera oficialmente declarada fue interpretada como una actitud injerencista y de complicidad con el republicano y su empeño por permanecer en la Casa Blanca al costo que fuera. Por supuesto, el conflicto no se materializó, el actual presidente estadunidense recibió su felicitación mexicana en el momento correcto y pocos meses después la vicepresidenta Kamala Harris estaba de visita en Palacio Nacional, además de que los mandatarios de ambos países han sostenido varios encuentros virtuales en lo que va de 2021.
Con la cumbre trilateral que se realizó ayer en Washington entre los gobernantes de México, Estados Unidos y Canadá, se confirma que los dos primeros han encontrado un nuevo marco para desarrollar vínculos positivos y constructivos y para gestionar y resolver las inevitables diferencias entre ambos. AMLO ha propuesto un programa específico y concreto para la relación bilateral, consistente en estrechar los vínculos económicos y comerciales, construir soluciones conjuntas y radicales para el principal foco de conflicto entre ambos países –el fenómeno migratorio, obviamente– colaborar en todo aquello en lo que haya acuerdo y actuar con respeto a las soberanías.
En cuanto a la política exterior de México, es innegable que tanto Trump como Biden se han resignado a aceptar las evidentes discordancias en la materia –la diferencia de posturas en torno a Cuba y Venezuela es un ejemplo claro de ello– sin llevarlas a un punto de confrontación bilateral. Es posible que al actual ocupante de la Casa Blanca no le gusten mucho que digamos los ejes de acción interna de la 4T (como la reforma eléctrica) pero es muy poco probable que haga de ello un casus belli, porque para Washington es mucho más importante propiciar la integración económica y la estabilidad regional que sacarle las castañas del fuego a un manojo de buitres energéticos trasnacionales, la mayor parte de los cuales ni siquiera son estadunidenses.
En suma: uno de los logros más importantes del proceso transformador que México protagoniza en estos tiempos es la construcción de una relación de Estado clara y robusta con la potencia vecina, relación que pasó ya su prueba de fuego en la accidentada transición Trump-Biden. Hasta donde puede verse, sólo una recuperación del poder presidencial mexicano por parte de la oligarquía saqueadora derrotada en 2018 podría echar a perder ese logro. Pero, por fortuna, la 4T conservará la titularidad del Ejecutivo federal –con el nombre propio que sea– al menos hasta 2030, y no sólo por sus propias consecuciones, sino también porque la oposición podrá tener un proyecto para los intereses de Claudio X. González, pero carece de un proyecto de nación.
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