Octavio Rodríguez Araujo
U
na cosa es la democracia en la elección de un dirigente y otra la democracia en el ejercicio del poder. Parecen ser lo mismo, pero no lo son. Nada garantiza que un dirigente elegido democráticamente sea democrático en su actuación. Varios presidentes en América Latina, y también de México, han sido elegidos democráticamente (al menos en apariencia) y sus gobiernos fueron criminales y hasta genocidas.
A mucha gente se le olvida que el poder se ejerce y que sus usufructuarios, elegidos o no democráticamente, se defenderán con garras y dientes para mantenerse como tales: por lo general nadie quiere compartir el poder con quienes no controla o no le obedecen. El ejercicio del poder es absolutamente pragmático, y si no era elitista en su origen se vuelve tal para preservarse. La democracia en los países capitalistas, e incluso en los de orientación socialista, es de élites, al extremo de que en ocasiones se hereda a un hermano, a alguien del mismo partido o del mismo grupo hegemónico al que se pertenece. Las elecciones normalmente sirven para ratificar a un grupo elitista hegemónico que cuenta con recursos superiores a los de otro grupo, sean dichos recursos estatales (por el poder de quienes lo ejercen) o económicos (éstos son particularmente útiles para influir en los electores gracias a los medios de comunicación, a la compra de voluntades o a las inercias sociales, por lo general conformistas).
Los centros de educación superior no escapan a esta lógica, pues no son entidades aisladas de las relaciones de poder. El ejemplo de la UNAM es elocuente. Cuando ganó su autonomía, uno de los gobiernos más progresistas que ha tenido México la abandonó a sus propios recursos y posibilidades, bajo el no muy inteligente argumento de que una universidad autónoma era igual que una universidad privada. Fue entonces cuando se creó el Instituto Politécnico Nacional (IPN) para atender a los hijos de obreros y campesinos, ya que en la UNAM estudiaban entonces los hijos de las clases medias. La Ley Orgánica de la UNAM, aprobada por el Congreso durante el gobierno derechista de Ávila Camacho, cambió el concepto de autonomía, convirtiéndola en un organismo descentralizado del Estado (no del gobierno), con subsidio público y autonomía para conformar su gobierno, administrar su presupuesto y para garantizar las libertades de cátedra y de investigación. Sus órganos de gobierno no tienen precisamente un origen democrático, ya que una junta de
notablesnombraría y nombra a sus titulares. Sin embargo, unos rectores han sido democráticos en el ejercicio de su cargo y otros aceptaron la intromisión evidente del gobierno federal.
Bajo el mismo sistema de designación de autoridades de la UNAM, resultado de su Ley Orgánica de 1945, ha habido rectores de derecha y también progresistas. No han sido semejantes Salvador Zubirán, Luis Garrido y Nabor Carrillo que Javier Barros Sierra, Pablo González Casanova, Juan Ramón de la Fuente y José Narro Robles. Los primeros permitieron la intromisión descarada de los gobiernos federales y asumieron como propias las posiciones anticomunistas que caracterizaban a la poderosa Federación Estudiantil Universitaria (FEU), cuyos orígenes estuvieron marcados por dirigentes fascistas como Jorge Siegrist, quien reconocía como su tutor a Vasconcelos en su época pro nazi. No deja de ser interesante que precisamente Siegrist y la FEU hayan estado en contra de la nueva Ley Orgánica y que propusieran formas plebiscitarias en 1948 para la elección del rector. El segundo conjunto de rectores mencionado se distinguió, en cambio, por enfrentar a los presidentes Díaz Ordaz, Echeverría, Fox y Calderón y, como bien se sabe, por exigir el respeto cabal a la autonomía de la universidad. Selección en lugar de elección, pero unos democráticos y otros no en su acción como rectores.
He sostenido que la forma de nombrar a las autoridades de la UNAM no es democrática, pero también he dicho y lo sostengo que si fuera por votación universal de sus miembros hubiéramos tenido, casi siempre, rectores de derecha por dos razones principales: porque la mayoría de los universitarios es conservadora, y en algunas escuelas francamente derechista, y porque con dicho modo de elección los poderes fácticos y el gobierno en turno (con toda la fuerza del Estado) encontrarían mayores facilidades para controlar la principal universidad del país. La autonomía de la UNAM, por lo que se refiere a su autogobierno, es más frágil de lo que quisiéramos los universitarios, tanto que a veces depende de quién ocupe su rectoría. Esto no debe extrañarnos, igual ocurre con los gobernantes independientemente de cómo fueron elegidos: unos son mejores que otros, y en ocasiones también más democráticos. Pero el sistema es el sistema y no siempre se puede contra él sin amplios apoyos populares o equivalentes. Cuando Barros Sierra, por ejemplo, se enfrentó a Díaz Ordaz, pudo hacerlo porque los universitarios lo apoyaron, y lo apoyaron porque él se puso del lado de ellos y, obviamente, en defensa de la autonomía universitaria.
En resumen, lo que quiero sugerir es que el IPN debería tener el mismo estatus de la UNAM por lo que se refiere a su autonomía. Esto es, como organismo descentralizado del Estado, con autonomía, y no como órgano desconcentrado de la Secretaría de Educación Pública. Lo de la elección de sus autoridades lo dejo a una reflexión más amplia, sólo digo por ahora que si los actuales politécnicos eligen a su rector, éste tal vez sea democrático y hasta progresista, pero nada garantiza que mañana se obtenga el mismo resultado.
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