lun, 13 oct 2014 08:29
En mi ya no tan corta vida jamás había presenciado tal indignción social y moral como frente a los horrorosos asesinatos de Iguala y Tlataya. Diría que ni siquiera en el 68, que de todos modos implicó enfrentamientos politicos, y que fue “resuelto” a tiros y vía la represión más sangrienta por Gustavo Díaz Ordaz, que ha pasado a las hojas de nuestra memoria como uno de los carniceros mayores que recuerda la historia de este país tan maltratado.
En el caso de Tlataya se trató de un enfrentamiento que una vez concluido dio lugar al salvaje asesinato a mansalva de 22 jóvenes cuando ya se habían rendido, ante un paredón de práctico fusilamiento. Crímen de Estado que fue ocultado y disimulado durante más de tres meses. En el caso de Iguala y de los jóvenes de la nomal rural de Ayotzinapa estos fueron masacrados cuando ni siquiera se trataba de una manifestación política sino simplemente de la presencia de un grupo de jóvenes estudiantes normalistas e inclusive de deportistas que llegaron en el mal momento al lugar donde los bárbarous estaban por iniciar la balacera y los secuestros, por parte de la policía misma de Iguala, que todo indica no fue sino el préambulo de más asesinatos, seguramente de los 43 normalistas desaparecidos que ahora, todo indica, son exhumados de esas fosas del horror en la region de Iguala.
En su magnífico artículo publicado en estas páginas el pasado viernes, Jorge Carrillo Olea sintetiza acertadamante, entre otras, las fallas gubernamentales que vivimos, que se han acumulado dramáticamente a través de las décadas: “corrupción tolerada, impunidad evidente, pésima educación, falta de oportunidades, gobiernos discursivos, simuladores y consecuentemente ineficaces”. Todo esto en agravio del pueblo de México, que lo está llevado no sólo a los límites de su indignación sino probablemente a los límites de su contención.
Las líneas de profesores y académicos publicadas el jueves 11 en la propia Jornada, a las cuales me sumo en plenitud, reclaman con toda razón “…el fin del pacto político de la impunidad”, que nos ofrece el siniestro espectáculo de un país a lo que parece que no sólo está infiltrado en sus autoridades por delincuentes, sino que los delincuentes a sueldo disponen y mandan sobre las mismas autoridades. Y esto en cabal conocimiento de la pirámide de mandos en prácticamente todos sus niveles, lo cual es una muestra más de la situación de crisis que vive el país. Mandos de alto nivel, y a lo que parece en buen número de los Estados, que obedecen no a su compromiso con la ley sino con la delincuencia, que no sólo los han penetrado sino tomado ya los mandos.
Sí, discursos van y vienen y compromisos de un crecimiento que retóricamente beneficiará a todos, cuando la realidad es que la sociedad está en vilo sometida a las violencias más intolerables. ¿Hasta cuando? ¿Cuál es el límite? ¿Alguien de verdad piensa que habrá inversiones cuantiosas después de las privatizaciones, cuando ahora prácticamente el mundo entero conoce que esta tierra de promesas y oferta de grandes negocios está en manos de una barbarie sin ley ni límites? ¿Quién invertirá en este páramo ahora cubierto de sangre que viene en gran medida de las complicidades entre autoridades y delincuentes? En el New York Times se escribió: “… el 26 de septiembre marca una nueva fecha en el calendario de las atrocidades en México”.
Pero mucho más: las autoridades en materia de derechos humanos de la ONU, de la OEA y parlamentarios de la Unión Europa, junto a multitud de organismos civiles nacionales e internacionales, defensores de los Derechos Humanos, protestan airadamente y proclaman que “la desaparición forzada de estudiantes en Guerrero representa una prueba crucial para la voluntad y capacidad del Estado mexicano de lidiar con graves violaciones a los derechos humanos”, e incluso plantean que se detenga cualquier acuerdo comercial con México mientras no mejore significativamente la situación en el país.
La crisis en México: ¿vivimos una suerte de repetición del 1º de enero de 1994, que fue el inicio del desplome del régimen de Salinas de Gortari? ¿Qué pasará ahora? Desde luego pienso que Peña Nieto deberá cambiar radicalmente su peculiar estilo de gobernar: menos discursos inaugurales y promisorios y más acción de limpia efectiva y de sujeción a la ley en todos los niveles de gobierno, empezando por los municipios y llegando hasta las altas esferas de su propio equipo. Como quien dice, un gobierno de “tolerancia cero” en impunidad y desobediencia a la ley, además, de franco apoyo a los más desamparados de este país, en todos los sentidos del término, lo cual ha faltado radicalmente en este gobierno dirigido en el fondo a que los ricos se hagan más ricos y los pobres más pobres.
¿Y los partidos políticos? Seguirán al infinito en su acción de cubrirse unos a otros y asumirán con franqueza su obligación de estar al lado del pueblo? Parece difícil si no imposible, en todo caso tal es su obligación y necesidad en esta hora de crisis grave para México.
Porque se ha llegado e incluso rebasado el límite, que no debe sorprendernos se traduzca en el corto plazo en levantamientos y enfrentamientos ampliados que no deben “resolverse” con las armas sino con medidas gubernamentales de abierto apoyo a las demandas del pueblo, que es la única manera de evitar crisis más profundas y lograr soluciones para el largo plazo. La opinión dominante es que tal aspiración es imposible, en vista de los antecedentes; en todo caso apunto aquí mi opinión para evitar que la sangre llame a más sangre y para que el país, en serio, pueda retomar el camino de una prosperidad aceptable.
El problema es político y precisamente de una política popular y no de una política discriminatoria y de mayor violencia y castigo a los más necesitados: de otra manera México se enfilará inevitablemente a una situación de caos y enfrentamientos ampliados sin posible solución.
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