lunes, 20 de junio de 2011

Monsi después de Monsi


Elena Poniatowska

-Monsi, ya destruiste los brazos del sillón.

–Vais, si sales a la calle de nuevo, juro que no vuelvo a abrirte la puerta.

–Monsi, o entras o sales. No tengo todo el tiempo de la vida.

–Vais, rompiste las ramas más tiernas del limonero.

Monsi es un gato del género masculino, vestido de smoking.

Vais, atigrada, es mujer y es más bonita que Monsi, pero pesa menos, es clandestina, tiene una vida secreta, desaparece sin avisar y la primera vez que la busqué en la plaza de San Sebastián, en Chimalistac, grité por encima de las bardas, subí al campanario y por fin al tercer día regresó tan campante.

–¿Por qué me haces eso?

Monsi y Vais eran tan pequeños que cabían uno en la mano derecha, otra en la izquierda. Una guajolota enojada se disponía a sacarles los ojos en un corral de Tomatlán y los rescaté para traerlos a San Sebastián. Ahora padezco a los dos gatitos como padecí a Monsiváis, porque amarlo era padecerlo.

–Al rato te hablo.

–Marco tú número dentro de 10 minutos.

–Llámame tú el sábado.

–Voy a salir, te busco en la noche.

A la mañana siguiente intentabas de nuevo a ver si tenías suerte de encontrarlo por teléfono y del otro lado de la bocina fingía la voz:

–No está, salió en la madrugada a Madrid, soy su tía María.

En la tarde, era fácil reconocerlo en el Vips de la avenida Tlalpan, a la altura de San Simón, frente a unos frijoles caldosos.

–¿No que habías ido a España?

–Ya vine.

Entonces la letanía se iniciaba:

–No llegaste.

–No llamaste.

–Te esperé dos horas.

–Me plantaste.

–¡Cómo eres malo!

–¡Qué malo eres!

Invitarlo a comer era otra forma del suplicio:

–No vayas a llegar tarde.

–¿A qué hora dijiste?

–A la normal, a mi hora, a las dos y media. Tú eres el plato fuerte.

Llega a las mil, para merendar. Y si uno reclamaba, decía:

–¿No dijiste que a tu hora? Esta es tu hora.

El sonreía con su cara de gato.

Ahora dos gatitos recogidos son la presencia total de Monsi en la sala, en el comedor, en la recámara, en la escalera, en los pasillos, en la cocina, en el lavadero, a todas horas, en todo momento, día y noche. Digo Monsi y Vais 10 o 20 veces al día. Los dos nombres resuenan entre el piso y el techo, el cielo y la tierra, son un encantamiento que repito una y otra vez, un conjuro contra la ausencia, una pócima que disminuye la soledad. Imagino que Monsi, que era un “hombre ciudad”, como lo llamó Adolfo Castañón, ahora mismo sube al Metro, está parado en la esquina de San Simón y le hace seña a un taxi, se citó con El Fisgón en la Zona Rosa, está por ir a comer a casa de Iván en la calle de Amatlán, donde por cierto va a llegar tarde, para variar.

Antes de junio de 2010, a las siete de la mañana, si sonaba el teléfono, corría yo, sólo podía ser él. Monsi se convirtió en el consejero áulico de Marta Lamas, de Chema Pérez Gay, de Iván y de Nelly Restrepo. Hoy por hoy su risa matutina hace una gran falta, una falta horrible. Lloraba de risa y su risa tenía mucho de gato, una risa única que ojalá y haya quedado grabada. Imitaba a unos y a otros, Y antes de colgar decía.

–¡Qué mala eres!

–¿Yo? Pero si todas las malditeces las dijiste tú. Yo sólo reí.

–Eres mala, de veras, mala como nadie, eres lo más malo del mundo.

Hace dos días, el viernes 17 de junio en la noche fuimos a una ceremonia íntima a El Estanquillo, convocados por su director, Moisés Rosas, la tía María, Beatriz y Araceli, Rubén y Mauricio, Carlos, Chema y Lilia, Marta Lamas, Consuelo y Julia, Carlos Bonfil, Jenaro Villamil, Jesús Ramírez, Alejandro Brito, Victor Acuña, Armando Colina, Rodolfo y Jesús, porque las cenizas de Carlos iban a depositarse en una urna.

–Es una ceremonia privada, de muy poca gente.

La urna la hizo Francisco Toledo y su forma, su volumen, su redondez de tierra, la convierte en un abrazo, un recibimiento excepcional. La urna acoge, cobija, se ahonda, suena a barro. Lentamente pulida, brilla trabajada por las manos del buen alfarero, del creador y del artesano, del que sí sabe hacer las cosas y, sobre todo, sabe rendir homenaje al amigo. Es una urna de extraordinario carácter que refleja los muchos experimentos técnicos que ha hecho Toledo con el barro, la madera, todas las sutilezas de la materia, pero sobre todo el sagrado sentido de la vida. Cuando la vi pensé que William Blake le cantaría como al tigre que brilla en la selva de la noche y le pregunta qué mano inmortal lo hizo, quien construyó su temible simetría. En realidad, la urna es un gato que se redondea sobre sí mismo para dormir su larga vida de siete vidas. Envuelto en su cola, su pelambre resalta por encima del barro y su cabeza de gato tiene la cara del Monsiváis de los buenos días, el que sonreía. A Toledo le preguntaban: “¿Quién hace el prólogo de tu libro?” Monsiváis. “¿Quién presenta tu exposición?” Monsiváis. “¿Quién va a escribir el catálogo para la muestra en Los Ángeles?” Monsiváis. “¿Quién quieres que te acompañe? Monsiváis. “¿A quién invitamos al mitin?” A Monsiváis. “¿Para quién es este cuadro?” Para Monsiváis. “¿Quién quieres que acabe con el gobernador? Monsiváis. “¿De qué quieres que se hable en el encuentro de intelectuales?” De Monsiváis. En la urna están todas las respuestas de Toledo a Monsiváis, el amor al coleccionista, el amor al crítico, la devoción al pensador, la admiración por los escritos de un hombre que logró catequizar a los indios remisos. Toledo, el pintor de las tenaces raíces zapotecas, también llenó la urna de iguanas, de mariposas, de tortugas, de peces, de jaibas, de cangrejos y los puso a cantar al unísono. La urna tiene símbolos ocultos, códices y máscaras del México antiguo, la urna es un organismo viviente en el que todo se corresponde, el agua que sigue cantando en el barro, las sutilezas de la materia, su complejidad, responden a las huellas digitales de las yemas de los dedos de Toledo que moldearon esta corona mortuoria. Porque en verdad, la urna es una corona. Y en verdad también, sólo Toledo podía coronar a Monsiváis.

De tanto escribir sobre movimientos sociales, el propio Monsi se ha vuelto un movimiento social. Cada vez que nos reunimos la conversación termina girando invariablemente en torno a Monsi. ¿Qué tiene Monsi que nos jala como una central de energía, como una centrífuga que nos hace picadillo en torno a sus aforismos, sus sarcasmos, las horas de su vida, sus prodigiosas mentiras, sus prodigiosas verdades?

Me atrevo a una respuesta. Monsi iba directo a la esencia, su gran entereza, su lucidez implacable, su inteligencia crítica, su falta de poder personal y su total ausencia de privilegios, lo convirtieron en defensor de los derechos civiles, en el intelectual que más y mejor supo protestar por las violaciones a los derechos humanos, en el ciudadano que mejor denunció la inmensa ineptitud y la codicia rampante de los políticos que nos gobiernan, el que le dio una buena bofetada a la demagogia monolítica. Por eso, sus seguidores, también somos, en cierto modo, un operativo a futuro, al que se le unen todos aquellos que Monsi congregó, Salvador Novo y Chano Urueta, Ramón López Velarde y Carlos Pellicer, José Emilio y Cristina Pacheco, Alejandra y Enrique Florescano, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, María Félix y José Alfredo Jiménez, Tongolele y María Conesa, Rogelio Naranjo, Rius y El Fisgón, Carlos Fuentes, Cantinflas, Renato Leduc, Sergio Pitol y Luis Prieto, Carmen y Magdalena Galindo, Julio Scherer, Braulio Peralta, Vicente Rojo, Neus Espresate, porque mejor que nadie, Monsi nos metió a todos en la misma bolsa, de la periferia al centro, de la cultura popular a la de la Sala Manuel M. Ponce, nos sacudió para cubrirnos de papelitos de colores y de serpentinas y ahora somos esta piñata medio deshilachada que ustedes ven, hoy domingo 19 de junio de 2011, a las 12 del día, en este estrado dentro del mítico Palacio de Bellas Artes, que a diferencia de nosotros, los aquí presentes, como es de oro y mármol, nunca, nunca se va a morir.

*Texto que leyó Elena Poniatowska durante el homenaje que se rindió ayer a Carlos Monsiváis en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes

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