jueves, 28 de febrero de 2013

El Chacal y García Naranjo



Octavio Rodríguez Araujo

T
oca a la casualidad que en estos días estoy leyendo los diez tomos de las Memorias de Nemesio García Naranjo (1883-1962), abogado, periodista y político que bien podría ser calificado, por varias razones, como un hombre de derecha cuando en la derecha había personas inteligentes y de vasta cultura. Este personaje fue miembro del Ateneo de la Juventud, formado en 1909 con posiciones críticas al grupo de Los Científicos y defensor del humanismo de la época. El Ateneo reunió a personalidades del mundo intelectual de los difíciles tiempos del ocaso del Porfiriato. Entre ellos, además de García Naranjo, figuraron Antonio Caso, Isidro Fabela, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Diego Rivera (entonces en París), Martín Luis Guzmán, Enrique González Martínez y otros más igualmente famosos incluso ahora, más de 100 años después. Ideológicamente eran diferentes pero coincidían en reivindicar lo mexicano y latinoamericano, la libertad de pensamiento y de cátedra. Apoyaron a Justo Sierra en la formación de la Universidad Nacional de México, después autónoma.
A varios de ellos les tocó vivir de cerca el inicio de la Revolución, el triunfo de Francisco I. Madero, la Decena Trágica y el asesinato de éste junto con el de José María Pino Suárez, recién recordados en estos días de febrero de 2013.
En sus Memorias, García Naranjo nos brinda desde su óptica algunas pinceladas de aquellos años, así como interpretaciones tratando de no comprometerse demasiado –según él– con los enemigos de Madero ni mucho menos con éste. Los acontecimientos desde la Marcha de la Lealtad hasta el asesinato son de sobra conocidos, pero quizá no se conoce bien la posición de García Naranjo ante las versiones que circulaban. Una de las versiones oficiales del asesinato, no reconocido como tal, fue el parte del mayor de rurales Francisco Cárdenas, jefe de la escolta encargada de conducir a Madero y a Pino Suárez a la penitenciaría la noche del 22 de febrero de 1913. Cárdenas dijo que en cumplimiento de su misión fue atacado “por las calles de Lecumberri […] por una partida de hombres armados que trataban de libertar a los prisioneros. Agregó –cita García Naranjo– que con motivo de la refriega que se trabó en aquel momento, habían sucumbido los personajes citados. Informado de este parte oficial, el presidente Huerta convocó inmediatamente a los miembros de su gabinete para enterarlos del suceso lamentable.”
Y a continuación García Naranjo escribió: “¿Cómo fue posible que hombres tan inteligentes y superiores como lo fueron sin género de dudas el presidente Huerta y sus ministros pudieran suponer que el pueblo mexicano iba a creer que un grupo de maderistas se iba a lanzar a la aventura de libertar a su antiguo jefe, cuando durante 10 largos días [la Decena Trágica] no habían hecho nada por evitar su caída?” (tomo VI, pp. 337 y 338; las cursivas son mías).
Más adelante García Naranjo dijo que nadie había dado crédito a esa versión oficial, y añadió algo que lo revela tal y como era en sus posiciones políticas en relación con Victoriano Huerta: “Por lo que a mí me toca le di gracias a Dios por haberme inspirado el pensamiento de dejar la dirección de La Tribuna dos días antes –ese periódico, fundado por él, fue el medio en el que publicó sus artículos más fuertes contra Madero–. De otra manera –completó– habría tenido que publicar el boletín y colocarme en la siguiente disyuntiva: o aceptaba su posible veracidad o aparecía como un crítico de la nueva situación. En cambio, al margen del periodismo, podía guardar silencio sobre el caso sin que nadie me acusara de cobardía ni de indignidad” (las cursivas son mías). ¿Cobardía por no decir nada e indignidad por criticar al inteligente y superior asesino intelectual de Madero, Victoriano Huerta alias El Chacal?
García Naranjo se pintó solo. Sobre esto no sería necesario añadir algo más. Pero hay más. Como ministro de Instrucción Pública de Huerta llegó a decir: Yo tenía resuelto acompañar a Huerta hasta el fin de su aventura y no quería volverle la espalda en el último momento (tomo VII, p. 320). Este tomo VII se titula Mis andanzas con el general Huerta y, en efecto, García Naranjo narra su cercanía con él y con sus gabinetes de gobierno (el impuesto por Felix Díaz y el propio), exculpándolo en todo momento de las monstruosidades que llevó a cabo y en quien nunca debió confiar Madero. Éste, por cierto, fue más un símbolo que un estadista o un auténtico revolucionario, pero su lugar como presidente era legítimo y ganado a pulso aunque fuera ingenuo, en tanto que Huerta fue un traidor, golpista y usurpador.
Las Memorias de García Naranjo, en general muy bien escritas, nos presentan otra de las caras de aquellos sangrientos acontecimientos de la Decena Trágica, la versión de alguien que estuvo con los antimaderistas y que, obviamente, no fue el único. A la lista habrán de añadirse muchos más, comenzando por el embajador Lane Wilson y, desde luego, los militares que hicieron gala de tortura y otras formas de crueldad impropias de cualquier ejército que respete la ley y el honor de las armas y, nada desdeñable, diversos miembros de la burguesía desarrollada durante el porfiriato y que simpatizó abiertamente con los contrarrevolucionarios incluso después de su derrota por los ejércitos de Venustiano Carranza en 1914.
¿En qué medida la inexplicable confianza de Madero en Huerta lo llevó a su defenestración y muerte? Ni Freud podría descifrarlo, pese a que Manuel Calero, fiel y cercano colaborador de don Francisco, dijera –en síntesis– que el fracaso de éste en el gobierno se debió a él mismo y sus desequilibrios internos. Huerta en cambio, que bebía a diario coñac sin emborracharse (García Naranjo dixit), era calculador, frío, tortuoso, sanguinario y, por añadidura, inexpresivo, aunque estuviera diciendo grandes mentiras o cometiendo grandes traiciones.
García Naranjo tenía todo el derecho de ser contrario a Madero –no fue el único, como ya ha sido dicho–, pero es difícil aceptar que hubiera colaborado con El Chacal sin sentirse incómodo consigo mismo, dados los baños de pureza y de honestidad que se dio en sus Memorias. Fue un huertista con todo lo que esto implicó, y así debe ser señalado ahora, cien años después.
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