Luis Linares Zapata
S
on tantas las ausencias, impunidades, crasos errores y complicidades en el caso Iguala que bien puede tomarse como muestra ejemplar de la ineficacia general del gobierno en sus variados niveles. La cúspide decisoria se transforma en un tinglado de excusas, temores, torpezas y negativas ante una realidad que exige su expedito accionar. Mantener al señor Aguirre Rivero como titular del Ejecutivo estatal se torna, al parecer, imprescindible para los cenáculos de poder locales, federales o partidarios. Quitarlo u obligarlo a renunciar expondría al malformado entramado de relaciones que lo llevaron al puesto actual y que nunca ha desempeñado con atingencia. Menos aún lo ha empleado para aliviar las penalidades de los guerrerenses, en especial los de mero abajo que, en ese vecindario de la República, son apabullante mayoría. La administración de justicia es, para motivos de la legitimidad del poder, la más sentida y crucial de las carencias. Sin su debido funcionamiento, toda la pirámide se bambolea y arrastra a lo demás.
La intensa propaganda desatada desde la Presidencia mexicana chocó de frente con un violento y despiadado muro de lamentos que lleva tiempo roncando por el país entero. El intento de situar, a la inseguridad imperante, en un cajón secundario, ha fracasado. El discurso triunfal del México que ya cambió ha recibido un mentís rotundo con los asesinatos y las desapariciones de los normalistas de Ayotzinapa. Ya no hay premio que valga –ni el papel en que fue inscrito– el calificativo de estadista del año otorgado por un montoncillo de traficantes de influencia de oscuro renombre, con H. Kissinger como triste referente. La narrativa del oficialismo de aquí en adelante deberá buscar una nueva palanca de sostén para su tambaleante continuidad.
Si Aguirre se mantiene en su puesto, piensan algunos estrategas del oficialismo y de la misma
oposición, el problema se puede focalizar en una perversa presidencia municipal de escasa fama. La fusión de politiquillos con el crimen organizado ya está amarrada en la mente colectiva, afirman. Ahí hay que dejarla hasta que, esperan con ansias, el polvo del olvido la pudra. Poco importará que, eventualmente, sean capturados los fugitivos principales. No pasará cosa adicional que su exposición, a todo color en recurrentes pantallas y dilatados alegatos radiofónicos, para empezar a cerrar el expediente. La terrible y sangrante herida infligida al cuerpo de la nación no les ocupará y, tampoco, les preocupará después. Se volverá, con la mayor premura posible, al diario quehacer de pintar horizontes ideales y modernidades por conquistar a partir de las reformas en proceso. Hasta el mismo gobernador del Banco de México, fallido oráculo de las finanzas, afirma que la inseguridad (que incluye, aunque no lo especificó, los crímenes de lesa humanidad) no afectará el flujo de inversiones externas.
La solidaridad expresada por multitudes dolientes, engrosada por aguerridos estamentos de la sociedad organizada, no se cree, en las altas esferas decisorias del país, que se mantendrá activa y amenazante para la tranquilidad pública por mucho tiempo más. Aceptan, a regañadientes, la permanencia de molestos remanentes, tal y como ha sucedido con ese otro caso trágico de los niños sonorenses. Pero, con prudencia y tino, piensan que se podrá manejar el problema y no ocasionará mayor desequilibrio futuro. Ese es un panorama que se dibuja como posible (hasta deseable para las élites) si es colocado con el optimismo hasta ahora desplegado desde el gobierno federal.
El procurador general quedó encargado de dar salida a todo el inmenso y complejo drama que sobrevendrá a la factible confirmación de que se encuentren los cuerpos de los normalistas hasta ahora desaparecidos. Poco importa que, según versión del creíble obispo Raúl Vera, con atingencia se le haya avisado a la PGR de la indefensión, ante el peligro de muerte, del activista social iguálense (Hernández Cardona) que se enfrentó con el tal Abarca y su iracunda esposa perredista. Esa muerte tal vez pudo ser evitada y el alcalde, al menos indiciado. Pero no fue así y, lo demás, se enroscó al agudo sentido de impunidad que da el poder sin controles, por más provinciano que sea.
El entramado de asuntos relacionados que hacen posible la matanza de jóvenes es inmenso. Van desde el carpetazo a la denuncia por homicidio hasta la inmovilidad del Ejército la trágica noche de los asesinatos y balaceras. La politiquería partidaria y electoral se yergue razón de Estado e impide el flujo de la justicia para la debida convivencia. El uso y desuso de los recursos para la seguridad es un episodio poco explorado, pero que rebate la alegada coordinación entre poderes: una estrategia salvadora que se extingue en la constante difusión de reuniones burocráticas. Las pugnas por el agua, los bosques, por las riquezas mineras, los secuestros y asesinatos ocurren sin correspondencia con la carencia de programas de juventud, las miles de escuelas deprimentes y los constantes abusos de toda clase de autoridad. No se ven las conexiones entre el dispendio de abundantes recursos con la indolencia, el nepotismo y placentera conducta del gobernador. Tampoco se analiza la escasa sensibilidad de los funcionarios públicos con la indiferencia de buena parte de la sociedad mexicana, en especial esa capa situada en la abundancia. Los escándalos mediáticos continuos que diluyen las sucesivas tragedias no repercuten contra la vigencia controladora en amplias zonas del país del crimen organizado y su cauda de cómplices de variada catadura. No es para nada exagerado puntualizar la carnal intimidad entre la sinrazón de Estado que permite la compra de un carísimo avión para servicio de la Presidencia y las notorias pobrezas educativas o descuidos del equipamiento urbano. Dotar a los altos mandos castrenses de lujosos aviones, para su cómodo traslado es otra variable patrimonialista corruptor. Las interrelaciones entre tales hechos y actitudes existen y juegan papel determinante para calificar a un régimen que, ciertamente, ha llegado a su nivel de inoperancia sistémica
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