miércoles, 1 de junio de 2011

La ciudad de México y sus milagros


Elena Poniatowska

Cada día que pasa es para nosotros la constancia del rechazo de la ciudad de México que nos hostiga, nos persigue, nos aniquila. Cada día más, nos espantamos ante su tamaño, su desmesura, su crueldad. La otra tarde fui a Cuautitlán Izcalli y fueron cayendo de los dos lados del circuito vehicular una multitud de edificios altos, picudos, inimaginables.

Este es el nuevo México, anunció orgulloso el conductor. Espantada, seguí mirando por la ventanilla cómo las casas devoraban las laderas y las colinas e iban trepándose como cabras hasta sólo dejar la pura puntita del cerro coronada por uno que otro árbol raquítico. ¡Ni un solo cerro arbolado! Y sin embargo, Édgar Anaya en su libro mágico Ciudad desconocida México, en el que aparecen los cien lugares más asombrosos en admirables fotografías y palabras, descubre sitios mágicos que todavía tienen la pureza del pasado, plazas asombrosas a las que les daríamos la primera comunión sin pasar por el confesionario, volcanes en miniatura, la maravillosa casa que Luis Barragán construyó en 1947 –ejemplo para todos los arquitectos, porque la buscan quienes vienen de Alemania, de Francia, de Japón, de Estados Unidos, para fotografiarla y después estudiarla– y otros castillos, iglesias, parques, casas, patios, paseos de México que son dignos del amor más apasionado, la reverencia más devota.

Édgar Anaya nos ofrece los puentes de Chimalistac, cuando la corriente fluvial no sólo era una realidad sino que su agua era potable y los olivos centenarios de Ixtayopan y Tulyehualco que son aún más extraordinarios porque tal parece que los conquistadores no permitieron que en nuestra tierra se sembraran para no competir con los que se sembraron a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo hace 4 mil años.

Allá por San Ángel, delegación Álvaro Obregón, el Jardín de los Arcángeles tiene tres bancas curvas talladas por un cantero de nombre Melitón, que es una maravilla toda protegida por un manto de bugambilias. También es mágico y asoleado el pueblo de Axotla, de calles retorcidas y empedradas, donde vive Marta Lamas en cuya casa solemos comer los viernes. Axotla se encuentra entre Minerva, Universidad y Río Churubusco y tiene una capilla en la que cantan y un atrio en la que bailan las feministas y se persignan las católicas por el derecho a decidir.

De niño, a Édgar Anaya Rodríguez sus padres lo llevaban los domingos a caminar la ciudad. Así descubrió la barranca de Contreras, a los siete años, y le impresionó ver un bosque y un río de agua limpia. Eso era en 1974. Allá estaban los dinamos que generaron la suficiente energía eléctrica para que Tina Modotti fuera a visitarlos.

Édgar nunca imaginó que él sería fotógrafo como ella o Edward Weston o el discípulo de ambos, Manuel Álvarez Bravo. Su padre, Carlos Anaya, escogía los sitios a visitar y allá iban los cuatro: dos grandes y dos chicos, Carlos y Sofía, Édgar y Carlos. El padre tomaba transparencias que luego proyectaba en una pared blanca. ¿Ya las revelaste, papá? Era su cine particular. Incluso con sólo verlas el niño Édgar podía volver a saborear las quesadillas de huitlacoche y de hongos de Contreras.

En Chapultepec, en San Juan de Aragón, en la primera sección y en la segunda disfrutó de los tres trenecitos que recorrían dos el lago de Chapultepec y uno el de San Juan de Aragón.

A los 30 años, Édgar volvió a su querencia: la ciudad. Ahora el guía a sus padres y juntos descubren la estación de San Pedro de los Pinos, transformada en restaurante; los museos navales de la Secretaría de Marina, los puentes del siglo XVII, de Chimalistac; los Viveros de Coyoacán, el depósito de tranvías en Tetepilco, los antiguos lavaderos de San Bartolo Ameyalco, sobre los que se inclinaban las madres de familia para tallar sobre la piedra las camisas y los pantalones del patrón, el hijo mayor, la hija casadera, los uniformes escolares.

Para Édgar, el lago de Texcoco todavía conserva parvadas de chichicuilotes que afortunadamente ya no venden en canasta las chichicuiloteras, costumbre maravillosa de hace cien años cuando los vendedores ambulantes con sus gritos eran los reyes de esta ciudad recatada y provinciana y las calles guardaban el santo olor de la panadería que sedujo para siempre a Ramón López Velarde.

¿Por qué le despertó tanto amor la ciudad de México cuando Octavio Paz la consideró un monstruo y José Emilio Pacheco declaró que no la amaba (aunque daría la vida por tres o cuatro calles)? La ciudad, para Édgar, es una gran ilusión, la que descubrió de niño y la que conserva hasta hoy. Para él, caminar y desembocar en el monumento a Hidalgo, en el Monte de las Cruces; visitar el panteón de La Villa, situado en las alturas, tras de la basílica, lo hermana con el Pedro Páramo de Juan Rulfo que pregunta: En el nombre de Dios, quiero que me digas si estás vivo o no y resulta que todos están más vivos que nosotros quienes creemos que nos pasamos de vivos.

De niño, Édgar creía que sólo teníamos dos volcanes marido y mujer, el Popo y el Ixta y resulta que hay un volcán en Tláhuac, otro en Milpa Alta, otro en Tlalpan. Son volcanes dulces y mansos como los de El Principito, de Saint-Exupéry y Édgar los acaricia, se les monta encima y se los desayuna en un gran taco con perejil y cebollitas. Toda la ciudad está llena de volcanes muy bien portados porque resulta que nosotros estallamos primero.

Ver la ciudad desde sus miradores naturales también lo emociona, aunque al cerro del Peñón, le caen encima los aviones, la sierra de Guadalupe está ya invadida por los paracaidistas y al cerro de la Estrella lo cruzan los vientos que vienen de los cuatro puntos cardinales. El Monte Tláloc, detrás de Texcoco, es otro de sus miradores favoritos.

Édgar sube a pie más de 4 mil metros de altura y al llegar a la punta vuelve la cabeza hacia la ciudad y ve en línea recta el Centro Histórico, la Catedral y en días despejados hasta los mariachis de Garibaldi cantando el son de El zopilote mojado.

Las 200 fotografías de Édgar Anaya (de las 2 mil 500 que tomó) arropan a la ciudad a una niña maltratada y friolenta. La ciudad le abre los brazos y Édgar la presume como presume a su novia Elba que es bonita, cálida y nacional al igual que la dalia de miles de pétalos tan generosos que alcanzan para todos.

Como Dios, Édgar Anaya observa desde las alturas y acuna a la ciudad entre sus brazos. La ciudad de México es su canasta del mandado y la mece al arrullarla. Sus fotografías la cubren con la más bella de las cobijas y sus comentarios bien escritos y mejor informados nos dejan la sensación de que esta ciudad es deseable, que vivir en ella es un privilegio y que bien podríamos ir a los baños del Peñón a disfrutar de los aguas medicinales que tienen propiedades radioactivas y nos quitan el lumbago, la ciática, la artritis. Alivian nuestra circulación y sobre todo nos lavan el alma de tantos resquemores y males perversos que Édgar Anaya ahuyenta con su amor a la patria, y la celebración de sitios especiales como el volcán Xitle y su negra falda de lava, su pedregal de cráteres allá en el sur, cerca del Ajusco, del que ya había escrito el poeta Carlos Pellicer:

“Este valle que ves, taller de fuego,

fábrica de volcanes, todo altura,

es hoy la gigantesca arquitectura

de lo que furia fue y es ya sosiego”

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