Napoleón Gómez Urrutia
M
éxico debe afrontar una reforma de las condiciones en que se desenvuelve la actividad minera; para empezar, por la ley que dicta la regulación de esta importante industria, pero que no lo hace a fondo por los grados de flexibilidad y laxitud que en ella prevalecen a favor del sector empresarial del ramo y no en beneficio de la nación. Hace años que es necesaria una reforma de este tipo, si es que los empresarios mineros quieren en verdad aportar su esfuerzo al desarrollo del país en esta época.
En reuniones que he sostenido con diversos representantes de la industria minera ha quedado de manifiesto que su revisión es una necesidad que debe ser atendida de manera insoslayable y sin pretextos. Por ejemplo, les he preguntado a algunos ¿cuánta extensión quieren llegar a tener del territorio nacional? Porque hoy poseen 30 por ciento, y no sabemos si quieren obtener 40, 50 o 100 por ciento del mismo. No creo que ningún mexicano esté dispuesto a aceptar una apropiación de semejante tamaño.
Por eso, en la Comisión de Minería y Desarrollo Regional del Senado de la República, a la cual pertenezco, he propuesto cambios a la Ley Minera encaminados a regular esa actividad económica, pues a lo largo de los años se perdió el control del Estado sobre las concesiones mineras, desde cómo otorgarlas hasta cómo regular los derechos de los empresarios sobre las propias concesiones, lo que incluye problemas de contaminación del medio ambiente y respeto a los derechos de las regiones, las comunidades, los ejidos y las zonas indígenas donde se asientan los desarrollos mineros. Naturalmente este es un debate que no les gusta mucho abordar a algunas empresas, pero hay que revisar todo, corregirlo y entonces volver a regularlo en beneficio del país y de las comunidades donde se asientan los fundos mineros.
Es un hecho que por lo menos, a lo largo de los pasados 20 años, la Ley Minera se hizo cada vez más flexible y operativa en favor del sector empresarial. Si antes había aspectos muy claros para otorgar una concesión minera y se sometía a una aprobación durante dos años, se vigilaba que los concesionarios invirtieran por lo menos en exploración y si después de esos dos años no hacían nada, se cancelaba la concesión. Ya no existe hoy ninguna restricción en la legislación para regular eso, ninguna reglamentación para cancelarla ni siquiera cuando se cometen flagrantes violaciones al medio ambiente, a los derechos de las comunidades indígenas o a los laborales de los trabajadores una vez que ya están en operación las concesiones. Luego están los plazos. Antes las concesiones se otorgaban por periodos que iban de 10 a 20 años y eran susceptibles de ser renovadas si es que los proyectos tenían operatividad, recursos y yacimientos adecuados. Ahora se otorgan a 50 o 100 años, a pesar de que en muchos casos los yacimientos duran menos.
Algo muy importante que también se debe revisar es que más de 90 por ciento de las concesiones no terminan en desarrollos mineros, sino que muchas de ellas acaban por ser proyectos turísticos, inmobiliarios o ranchos ganaderos alrededor de las minas, con lo cual no se cumple con los objetivos de la Ley Minera. Simplemente los concesionarios las acaparan y las mantienen a lo largo de los años y esperan que esas tierras suban de valor, por si se abre una carretera o un parque industrial, porque esto beneficia sólo a unos cuantos. Es algo que pronto se tiene que regular.
Para avanzar en este gran empeño por revisar y transformar la actividad minera de México hemos mantenido una relación de respeto con la gran mayoría de empresas del sector, aunque con algunos de los grupos mineros no lo hay, pues son los que menos quieren cambiar y sólo pretenden mantener los privilegios acumulados a lo largo de los años. A todos los hemos buscado para invitarlos a dialogar. La expresión de los representantes de los grandes consorcios ha sido siempre
queremos que nada cambie; pues sí, pero sobre la base de cuáles costos sociales. Hay que moderar sus ambiciones desmedidas de concentración de la tierra. No se nos tiene que olvidar que la Revolución Mexicana se inició precisamente en lucha contra los grandes latifundios, esto es, contra la concentración de la tierra. Hay que aprender de la historia.
Tenemos que llevar a cabo esta modernización del sector minero, tal como lo hacen otros países: Perú, Bolivia y Chile, donde las empresas mineras pagan más impuestos que en México. En una nota del alcalde de Fresnillo, Zacatecas, este funcionario dijo que va a revisar la contribución de Grupo Peñoles en el pago del impuesto predial, porque por todas las propiedades de esta empresa en dicho estado, incluso con la mina de plata más importante del país y probablemente del mundo, sólo paga al fisco 1.5 millones de pesos al año, cuando según el alcalde debieran ser
mínimo entre 40 y 50 millones de pesos.
Necesitamos una nueva cultura laboral, pero he dicho que también requerimos una patronal, que los empresarios se vuelvan socialmente más responsables y moderen sus ambiciones desmedidas de ganancia a cualquier costo, a veces a costa de la vida y la salud de sus trabajadores. Ellos se quejan muchas veces de la inseguridad y tienen razón: en muchas zonas apartadas, por ejemplo en la sierra de Guerrero, hay mucha inseguridad, pero tampoco hacen nada para contribuir a evitarla. Pues de ser la nación que tenía los salarios más elevados en América Latina cuando se firmó hace 25 años el Tratado de Libre Comercio, México tiene hoy los salarios más bajos de la región. Hay que abordar toda esta problemática con negociación y diálogo activo, no con campañas sucias.
Se reafirma así la necesidad urgente de restructurar el funcionamiento del sector minero de México para ponerlo a tono con los grandes propósitos históricos de la Cuarta Transformación de nuestra nación.
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