fortunadamente, una revolución pacífica y democrática no puede darse el horrendo lujo de proscribir, perseguir, encarcelar o asesinar a los exponentes de la reacción. No se trata únicamente de una limitación institucional –porque se desarrolla siguiendo las reglas del régimen al que busca demoler–, sino sobre todo de un imperativo moral: no se aspira a edificar una dictadura, sino a construir un orden social plural, democrático y respetuoso de los derechos humanos. Aquí no cabe, por tanto, el hostigamiento judicial o policial de oposición alguna ni el incendio de instituciones.
Lo anterior resulta inverosímil para los comentócratas y líderes que no se cansan de acusar persecuciones políticas contra presuntos asesinos, torturadores y ladrones que ocupan u ocuparon puestos de poder –del aún gobernador tamaulipeco Francisco García Cabeza de Vaca al ex procurador Jesús Murillo Karam, pasando por la ex secretaria de Desarrollo Social Rosario Robles Berlanga– y se desgañitan día a día advirtiendo sobre la inminencia de una catástrofe económica, el riesgo cercano de un conflicto con Estados Unidos y/o el advenimiento de una tiranía o cuando menos de un maximato. Sus posicionamentos no derivan de la reflexión y el análisis, sino de imperativos propagandísticos y de fobias racistas y clasistas; no vale la pena, en consecuencia, invertir mucho tiempo en explicarles.
Para otros, partidarios de la Cuarta Transformación, lo señalado en el primer párrafo es exasperante y desalentador: a fin de cuentas, en 2018 la sociedad expresó de manera rotunda su mandato de liquidar el viejo régimen y a más de cuatro años son demasiadas las piezas de éste que se mantienen en pie y desde las cuales la reacción se atrinchera y obstaculiza todo cambio: los organismos autónomos, las minorías legislativas, buena parte de los tribunales, la inmensa mayoría de los medios, gobiernos estatales y municipales, las abreviaturas que se reclaman propietarias de la sociedad civil –y que reciben generosos financiamientos de los grupos de interés contrarios a la transformación– e incluso oficinas del gobierno federal que siguen aferradas a los modos de los gobiernos oligárquicos de PRI y PAN. Vaya, hasta en Morena, el partido de la 4T, hay sectores que boicotean, conscientemente o no, los cambios impulsados desde la Presidencia y desde la base de la sociedad, ya sea aferrándose a viejas prácticas políticas, ya enarbolando banderas supuestamente radicales.
Ciertamente, la experiencia de participar en una revolución con estas características resulta por momentos incómoda y agotadora, como correr en el fondo de una alberca, donde todo el entorno presenta una extraordinaria resistencia al avance. Muchos querrían vivir un proceso rápido y lineal, sin las contradicciones, los retrocesos y las ambigüedades que caracterizan a todas las transformaciones sociales de raíz, incluso las violentas. Para superar la frustración, bien valdría pasar revista a lo que se ha logrado hacer en el país entre diciembre de 2018 y lo que va de 2022 en lo social, lo político y lo económico.
El resultado es enorme. Entre otras cosas, se liquidó la institución presidencial oligárquica, se reorientó el presupuesto nacional en favor de las mayorías, se han conquistado nuevos derechos políticos, sociales, económicos y laborales, se recuperó plenamente la soberanía nacional, se destinaron a programas sociales cientos de miles de millones de pesos que se iban por el albañal de la corrupción, se enfrentó la pandemia de covid-19, se avanza en la construcción de sistemas de salud y educación pública universales, nos hemos acercado a la consecución de la soberanía energética y la autosuficiencia alimentaria, los índices delictivos heredados del viejo régimen han empezado a disminuir en forma consistente, al igual que las tasas de impunidad, y antes de fin de sexenio tendremos trenes, refinería y aeropuerto nuevos. Compactados en menos de un cuatrienio, estos logros no tienen precedente en ningún otro momento de la historia del país.
Por lo demás, los opinadores nostálgicos del periodo neoliberal se empecinan en otear la sucesión de 2024 con prismáticos sucios y obsoletos. Las lógicas del viejo régimen –tanto en su periodo de presidencias priístas como en su tramo de pretendido bipartidismo y falsa alternancia– han dejado de operar. Para bien y para mal, los remanentes políticos e ideológicos del viejo régimen, desde los más hipócritas, como Lorenzo Córdova, hasta los más desorbitados, como Gilberto Lozano, no han sido capaces de construir un proyecto viable de país que pudiera competir con la 4T, ésta cuenta con un impulso social que no mengua y, a menos que cayera el meteorito, figurada o literalmente hablando, perdurará. Con cambios y matices, sin duda, pero perdurará. Y no será por designio de un poder autoritario y asfixiante como el del viejo PRI ni como consecuencia de un fraude a la manera del PRIAN, sino por veredicto de la voluntad popular.
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