omo ocurre con todas las acciones y posicionamientos del gobierno federal, la iniciativa de paz en Ucrania –que anunció el 15 de septiembre el presidente Andrés Manuel López Obrador y que presentó posteriormente el canciller Marcelo Ebrard en la Asamblea General de Naciones Unidas– fue objeto de una intensa campaña de descalificación desde el griterío opositor político y mediático, acompañado en esta ocasión por los medios occidentales. Se dijo, entre otras cosas, que la propuesta es inmoral e injusta porque presupone un improcedente pie de igualdad entre el país invadido y el invasor, porque implicaría reconocer las conquistas territoriales rusas en el este y sur del mapa ucranio, porque ignora los presuntos crímenes de guerra que según las autoridades de Kiev habrían cometido las fuerzas de Moscú y se llegó al extremo de insinuar que había sido elaborada en la embajada rusa en la capital mexicana.
En realidad, el planteamiento mexicano no se pronuncia en ningún momento sobre las acusaciones que se intercambian todos los días Rusia y Ucrania, no conlleva admisión alguna de hechos consumados ni situaciones de facto ni se manifiesta en torno a las razones esgrimidas por cada bando. Simplemente propone que se deje de disparar; que una comisión integrada por el papa Francisco, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, y el presidente de India, Narendra Modi, constituyan una comisión de intermediación para coordinar negociaciones de paz y que todos los países que poseen o pretendan poseer arsenales nucleares se abstengan de realizar pruebas atómicas durante cinco años.
A primera vista, los motivos de Ucrania y de Rusia son irreductibles y resulta imposible lograr un acuerdo entre posturas tan irreconciliables: el primer país reclama por una invasión ciertamente inadmisible y exige el retiro de las fuerzas rusas, la devolución de todos los territorios que considera ocupados –incluida la península de Crimea, anexada por Rusia hace ocho años– y una compensación astronómica por la devastación humana y material causada. Moscú esgrime su derecho a fronteras seguras, denuncia a Kiev por supuestas atrocidades cometidas contra las poblaciones rusófonas del oriente del país –las provincias de Lugansk y Donietsk, que ahora están en vías de anexión formal a la Federación Rusa– y señala que la Organización del Tratado del Atlántico Norte ha estado estrechando un cerco en torno a las fronteras occidentales de Rusia desde el momento de la disolución de la Unión Soviética, en 1991, hasta la fecha.
En la circunstancia actual, tales contradicciones sólo pueden ser resueltas por la aniquilación catastrófica de una de las partes –lo que cortaría de tajo toda discusión– o por medio de una salida negociada. El primer escenario resulta por demás improbable: ni Rusia está en vías de sufrir un colapso total como el que experimentó el Estado nazi alemán en 1945 ni Ucrania va a ser obligada a una rendición incondicional. En esta perspectiva, y en ausencia de una gestión de paz, sólo cabe esperar que el conflicto se prolongue, se encone y siga produciendo graves daños a ambos países.
En toda guerra, la necesidad de una negociación entre las partes acaba siendo inevitable cuando resulta evidente para ambas la inviabilidad de su propia victoria. A estas alturas, para Volodymir Zelensky debiera resultar claro que no podrá poner de rodillas a Rusia y Vladimir Putin tendría que darse cuenta que no puede acabar con Ucrania –a menos, claro, que recurra a su arsenal nuclear, lo que pondría al mundo en una coyuntura mucho más grave y trágica y conllevaría el riesgo probable de la desaparición del propio Estado ruso.
Las intervenciones en el conflicto basadas en sanciones comerciales y el suministro de armas a cualquiera de los contendientes (pero, especialmente, a Ucrania) no acabarán con la guerra. Simplemente, la prolongarán y la harán más devastadora y encarnizada y seguirán generando impactos desestabilizadores e indeseables en la economía mundial. Lo probable es que a la larga esta confrontación acabe en una mesa de negociaciones. Mientras más tiempo tarden los contendientes en resignarse al diálogo y mientras más lo atrasen buscando situarse en una posición de fuerza, más ardua resultará la negociación y mayor será la cuota de muertos y sufrimiento para ambas partes.
Así, si se mira con una mínima agudeza, resultará claro que la iniciativa mexicana es, hoy por hoy, la única realista y plausible en el escenario internacional. No propone, como se ha dicho con mala fe, el perdón para cosas imperdonables, la renuncia a cosas irrenunciables ni la violación de principios fundamentales del derecho internacional. Simplemente, plantea que las partes diriman por medio de la palabra, sin premura ni presiones y con ayuda de una mediación equidistante y bien intencionada, todo lo que actualmente están dirimiendo a cañonazos. Los gobiernos que han descalificado o desdeñado esta propuesta deberían sentir vergüenza.
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