Wikileaks: escándalo e información
En lo que ha sido calificado como la mayor filtración informativa de la historia, el sitio de internet Wikileaks difundió ayer más de 250 mil telegramas entre las embajadas estadunidenses en una treintena de países y el Departamento de Estado. En los textos, la mayor parte de los cuales corresponden a los tres años pasados, se consignan, entre otras cosas, descalificaciones de funcionarios estadunidenses contra el presidente iraní, Mahmud Ajmadineyad; presiones del gobierno autocrático de Arabia Saudita para atacar al régimen de Teherán; solicitudes de espionaje a varios funcionarios de la ONU, incluido el secretario general Ban Ki-moon; señalamientos críticos a varios jefes de Estado europeos; detalles sobre “ciertos movimientos de Estados Unidos” durante el golpe que destituyó a Manuel Zelaya en Honduras, así como confirmaciones de la hostilidad diplomática de Washington hacia los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela y de Cristina Fernández en Argentina.
Como ocurrió con la revelación de los crímenes de guerra cometidos por las fuerzas invasoras en Irak y Afganistán, el gobierno de Estados Unidos ha reaccionado ante estas escandalosas filtraciones en forma destemplada y equívoca: si en julio y octubre pasados la Casa Blanca calificó la labor de Wikileaks de “un peligro para las vidas de estadunidenses y sus aliados”, ahora sostiene que la difusión de los cables diplomáticos referidos podría “impactar profundamente no sólo los intereses de la política exterior de Estados Unidos, sino los de amigos y aliados de todo el mundo”. El Pentágono condenó la divulgación de documentos secretos “ilegalmente obtenidos” y afirmó haber tomado medidas para evitar que ello vuelva a suceder.
Estas lamentables respuestas a lo que constituye un acto de libertad informativa muestran cuán poco han cambiado en el fondo la arrogancia imperial de Estados Unidos hacia el resto del mundo; la nula importancia que las esferas del poder en Washington otorgan a la legalidad internacional y al derecho a la información –incluido, por supuesto, el de sus propios ciudadanos–, y el profundo abismo moral en el que permanecen las principales instituciones del país vecino, empezando por la presidencial.
Adicionalmente, las reacciones de la Casa Blanca y el Pentágono dejan ver una enorme distorsión en el pensamiento oficial de Estados Unidos, el cual no alcanza a comprender que la verdadera amenaza a la paz mundial, a la seguridad de los estadunidenses dentro y fuera de su territorio y a la concordia de la comunidad internacional no es el trabajo de Wikileaks, sino el profundo deterioro humano, moral, jurídico, político y diplomático en el que se encuentra hundido el autodenominado defensor de la paz, la legalidad, la democracia y la seguridad mundiales.
La actual administración estadunidense tendría que cambiar de enfoque, de discurso y de práctica, y corregir los vicios heredados de su antecesora en vez de condenar la difusión de los documentos que los prueban.
En otro sentido, las filtraciones comentadas han dejado al descubierto sesgos y distorisiones en el manejo informativo de algunos los principales medios de comunicación en Occidente, empezando por los estadunidenses, de suyo desacreditados por la cobertura parcial que realizaron durante las invasiones de Irak y Afganistán. Significativamente, el diario The New York Times informó ayer su decisión de consultar con la Casa Blanca la publicación de aquellos segmentos de la información proporcionada por Wikileaks que pudieran “lastimar los intereses nacionales”: dicha decisión –sin dejar de reconocer el ejercicio de honestidad del rotativo neoyorquino por haberla hecho pública– exhibe una inaceptable falta de autonomía en el desempeño informativo.
La opacidad, el secretismo y la capacidad de manipulación informativa en los centros de poder político mundial, y la pérdida de independencia de los grandes medios tradicionales respecto de los intereses políticos y económicos, hacen que el ejercicio que desempeña Wikileaks resulte de capital importancia para la sociedad, para los propios gobiernos y, por supuesto, para el oficio periodístico. Corresponde a la opinión pública internacional hacer buen uso de estos recursos, defender la transparencia y reivindicarla en su condición de valor irrenunciable de la sociedad contemporánea.
Como ocurrió con la revelación de los crímenes de guerra cometidos por las fuerzas invasoras en Irak y Afganistán, el gobierno de Estados Unidos ha reaccionado ante estas escandalosas filtraciones en forma destemplada y equívoca: si en julio y octubre pasados la Casa Blanca calificó la labor de Wikileaks de “un peligro para las vidas de estadunidenses y sus aliados”, ahora sostiene que la difusión de los cables diplomáticos referidos podría “impactar profundamente no sólo los intereses de la política exterior de Estados Unidos, sino los de amigos y aliados de todo el mundo”. El Pentágono condenó la divulgación de documentos secretos “ilegalmente obtenidos” y afirmó haber tomado medidas para evitar que ello vuelva a suceder.
Estas lamentables respuestas a lo que constituye un acto de libertad informativa muestran cuán poco han cambiado en el fondo la arrogancia imperial de Estados Unidos hacia el resto del mundo; la nula importancia que las esferas del poder en Washington otorgan a la legalidad internacional y al derecho a la información –incluido, por supuesto, el de sus propios ciudadanos–, y el profundo abismo moral en el que permanecen las principales instituciones del país vecino, empezando por la presidencial.
Adicionalmente, las reacciones de la Casa Blanca y el Pentágono dejan ver una enorme distorsión en el pensamiento oficial de Estados Unidos, el cual no alcanza a comprender que la verdadera amenaza a la paz mundial, a la seguridad de los estadunidenses dentro y fuera de su territorio y a la concordia de la comunidad internacional no es el trabajo de Wikileaks, sino el profundo deterioro humano, moral, jurídico, político y diplomático en el que se encuentra hundido el autodenominado defensor de la paz, la legalidad, la democracia y la seguridad mundiales.
La actual administración estadunidense tendría que cambiar de enfoque, de discurso y de práctica, y corregir los vicios heredados de su antecesora en vez de condenar la difusión de los documentos que los prueban.
En otro sentido, las filtraciones comentadas han dejado al descubierto sesgos y distorisiones en el manejo informativo de algunos los principales medios de comunicación en Occidente, empezando por los estadunidenses, de suyo desacreditados por la cobertura parcial que realizaron durante las invasiones de Irak y Afganistán. Significativamente, el diario The New York Times informó ayer su decisión de consultar con la Casa Blanca la publicación de aquellos segmentos de la información proporcionada por Wikileaks que pudieran “lastimar los intereses nacionales”: dicha decisión –sin dejar de reconocer el ejercicio de honestidad del rotativo neoyorquino por haberla hecho pública– exhibe una inaceptable falta de autonomía en el desempeño informativo.
La opacidad, el secretismo y la capacidad de manipulación informativa en los centros de poder político mundial, y la pérdida de independencia de los grandes medios tradicionales respecto de los intereses políticos y económicos, hacen que el ejercicio que desempeña Wikileaks resulte de capital importancia para la sociedad, para los propios gobiernos y, por supuesto, para el oficio periodístico. Corresponde a la opinión pública internacional hacer buen uso de estos recursos, defender la transparencia y reivindicarla en su condición de valor irrenunciable de la sociedad contemporánea.
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