jueves, 25 de noviembre de 2010

A propósito de las fiestas patrias


Octavio Rodríguez Araujo

Los santos hacen milagros para los que creen en ellos, los héroes no, pero cada quien tiene su héroe favorito: Hidalgo, Morelos, Iturbide, Juárez, Díaz, Madero, Zapata, Carranza, Villa, Obregón, Calles, Cárdenas, Alemán o Calderón. Algunos, más flexibles o ignorantes que otros, tienen juntos a héroes que fueron en su momento enemigos irreconciliables e incluso unos asesinos de otros, pero igual los veneran y los ponen en letras de oro en los muros de la Cámara de Diputados u otro recinto simbólico. Y lo hacen así porque les conviene decir y hacer creer que las diferencias, cuando se trata de la nación, no son importantes ni definitorias.

Así se construye la historia en el imaginario colectivo: con héroes despojados de sus naturales virtudes y defectos, al igual que con pirámides, templos y otros edificios que también suelen ser despojados de los sacrificios humanos que implicó su construcción o los fines para los que fueron hechos. Se siguen admirando el Palacio de Versalles o las Pirámides de Teotihuacán sin que a nadie le importe para qué fines se construyeron ni cuántos murieron haciéndolos, como el ferrocarril transiberiano, cuyo costo en vidas humanas fue tan grande que nadie ha podido calcularlo con precisión.

El “así tenía que ser” que suele decirse después de ocurridos los hechos no se dijo cuando éstos todavía no eran cosa del pasado. Y esto es particularmente cierto cuando no se trata de construcciones, faraónicas o medianas. En éstas hay un proyecto y un intento de cumplirlo que se constata con su inauguración y ocupación. En los hechos referidos a la acción humana dirigida a cambios llamados históricos, como las guerras, las revoluciones, la oposición callejera, los movimientos por los derechos civiles, etcétera, el final, si bien previsto, no necesariamente se cumple. En estos casos los imponderables son más comunes que el derrumbe de un muro o de un puente sobre un profundo abismo.

El “así tenía que ser” puede justificar cualquier cosa: desde los horrores de una guerra civil o una guerra mundial hasta las formas de ejercicio despótico del poder o los “ajusticiamientos” revolucionarios. Todo tiene una explicación, aunque en general varias, y muchas más interpretaciones. El papel de los historiadores es presentar hechos, pero la selección de éstos suele guardar relación con la subjetividad del estudioso del pasado. Y si los hechos son interpretados la historia se hace aún más confusa, casi tanto como las simpatías por los momentos o personas historiados.

Sin embargo, y a pesar de las cargas subjetivas de los historiadores, hay hechos, en el sentido lato del término, que son líneas divisorias de situaciones que, de una u otra manera, cambiaron sustancialmente. Se puede hablar así de la Guerra de Secesión, de la Revolución Francesa, de la mexicana, de la rusa, etcétera. Y ninguna de éstas fue una sola o un bloque, como dijo Furet de la francesa, sino varias a la vez o en sucesión hasta que una facción resultó triunfante. Otras líneas divisorias han dado más vergüenza que orgullo, como el nazismo en Alemania, el franquismo en España, etcétera. Pero también fueron hechos históricos y tuvieron un antes, un durante y un después. Unos hechos son celebrados, otros quisieran ser perdonados aunque no olvidados, pero siempre tendrán defensores, detractores y opositores. Y la historia sigue –siempre en riesgo de interpretaciones unilaterales, subjetivas e interesadas, según la carga ideológica de los historiadores y, sobre todo de los intérpretes que organizan las festividades del recuerdo–, pero sigue y es innegable pese a sus contradicciones internas.

Del Palacio de Versalles el turista ve su magnificencia, el historiador su significado de una nobleza que lo único que hizo fue vivir como parásita de un pueblo pobre y explotado, el arquitecto un edificio a copiar o a destruir. Igual ocurre con los héroes: cada quien ve en ellos una parte de sus vidas, con frecuencia mezcladas con la leyenda de las historias oficiales o supuestamente independientes, y hace suyos, por igual, a Juárez por su liberalismo y a Zapata que no coincidía con el liberalismo y sus implicaciones para las tierras del estado de Morelos. Pero los dos son populares en tanto que otros no son tan queridos pese a reconocérseles su papel en la oposición, por ejemplo a la odiada dictadura que, por cierto, no fue tan odiada cuando algunos de esos opositores colaboraban con ella.

¿Qué se ha estado celebrando a 200 y 100 años? El inicio de dos revoluciones: una contra la corona española y la otra contra la dictadura de Díaz, sin tomar en cuenta que no fueron una en cada caso sino varias y que los resultados de ambas muy poco podrían identificarse con su origen y mucho menos con sus héroes en los distintos momentos de su evolución. Los priístas rindieron homenaje (el 19 de octubre) a “sus fundadores”: Calles y Cárdenas, como si éste no hubiera exiliado al primero una vez que tuvo la Presidencia del país. Los panistas no celebraron nada, pero Calderón, como gobernante, algo tenía que hacer y lo hizo, muy a su estilo: un festejo con fuegos de artificio y folclor tipo Disneylandia o Las Vegas y, al mismo tiempo, reivindicó en “imagen subliminal” (¿subconsciente?) a Benjamín Argumedo quien, siendo villista, pasó a ser huertista para volver a ser rebelde contra Carranza. (Se dirá que el famoso y grotesco “coloso” no era Argumedo, pero su parecido era innegable y tratándose de los festejos de Calderón no sorprende que lo haya elegido, pues fue un personaje sin convicciones.)

Lo curioso de estas celebraciones es que el pueblo no organizó nada significativo al margen del Ejecutivo federal o de los gobiernos estatales o municipales, que algo hicieron, aunque fueran conciertos populares. Más hizo el pueblo, digamos, por el Día de Muertos (ofrendas y demás) que por los hitos históricos que nos dieron patria (como se dice en los discursos oficiales). He visto al pueblo parisino el 14 de julio y la gente sale a la calle con botellas de champaña y organiza romerías y bailes, espontáneamente. En el DF se decretó ley seca y se clausuraron tiendas por vender bebidas alcohólicas (cuando yo era adolescente, vale recordarlo para los jóvenes de hoy, el 15 de septiembre se llamaba “noche libre” porque podíamos beber alcohol en las calles incluso antes de cumplir 18 años).

¿Los gobiernos nos expropiaron las fiestas patrias? Parece que sí. Y según la ideología de cada quien en la administración pública, el acento se pone en unos héroes y se destiñe a otros. El pueblo, sin embargo, tiene sus héroes al margen de las sesudas investigaciones de los historiadores, como también sus santos. Pero como ahora se le teme, el pueblo ya no es libre de festejar y a veces, como el pasado 15 de septiembre en los “corrales” del Zócalo de la ciudad de México, tampoco es libre de moverse a su antojo… hasta que la autoridad lo permita. En una palabra, los 200 y los 100 no los festejamos nosotros sino ellos, y a su manera: los que tienen el mando; pero eso sí, con nuestro dinero, no con el de ellos.

http://rodriguezaraujo.unam.mx

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