La risa del ofendido
“Una de caca...”
Pedro Miguel
La especie humana tiene un error de diseño que hace que la mayoría de sus integrantes experimenten el impulso a reír ante la desgracia ajena. Así, cuando un fulano resbala en una cáscara de plátano y se rompe la crisma, quienes atestiguan el suceso van y prestan auxilio, sí, pero reprimiendo la carcajada, o incluso sin reprimirla. Alguna demanda han de tener los testimonios en video de caídas o accidentes que se les puede encontrar por miles en Youtube y sitios similares, ostentando cifras récord de consulta. De todos modos, el asunto viene de muy atrás: Aristófanes, Ferécrates, Eupolis y otros atenienses ingeniosos bordaron sobre la pulsión de la carcajada primitiva ante el infortunio de los otros, codificaron las reglas de la comedia e incluso convirtieron en un arma política el arte de hacer reír mediante la exhibición de las miserias, debilidades y tribulaciones de personajes determinados. La intención moralizante de la comedia ática se preservaba intacta, dos mil años después, en el genio de Molière, quien se mantuvo fiel al propósito: Castigat ridendo mores, es decir, corrige las costumbres mediante la risa”.
A mayor sufrimiento de la víctima, menor es el margen moral para reír. Cuando el resbalón desemboca en un quirófano, en una silla de ruedas o en un camposanto, la carcajada se ve mal, y mejor ni hablemos del chistorete formulado sobre una tragedia colectiva. Pero hay una zona gris entre la “risa de la gente honrada” a la que rendía tributo Molière y el regocijo perverso que tanto temor causaba a Tomás de Aquino: el que “sobrepasa la norma de la razón” y cae en lo “grosero, insolente, disoluto y obsceno, cuando con ocasión del ocio hay palabras o acciones torpes o nocivas al prójimo en materia grave”.
Sin ir hasta aquella respuesta apócrifa de María Antonieta de Austria a las masas hambrientas de París (“¿No tienen pan? Pues que coman bizcochos”), hay en nuestro entorno abundantes ejemplos, y mejor documentados de la mofa frívola, obscena y altanera, que desde el poder se hace de los débiles. Recordemos, con vergüenza, al diputado Ariel Gómez León, El Chunko, quien en un programa de radio emitido unos días después del terremoto que destruyó Haití propuso que a los damnificados haitianos, “como son todos negros, habría que marcarlos con tinta indeleble para que no se les repita la ayuda; la tinta tiene que ser blanca porque la que usa el IFE no se les notaría por ser tan negros”. Mucho más graves fueron las risitas con las que Felipe Calderón pedía a los gringos que le dieran “más juguetes, todos los juguetes” (en referencia a armas para matar seres humanos) en una célebre entrevista con la BBC.
Meses después de aquella repulsiva carta a Santa Clos, tuvo lugar un suceso de signo contrario que ilustra las ambigüedades de la frontera entre la risa aceptable y la que no lo es: en diciembre de 2009 alguien arrojó una réplica en miniatura de la catedral de Milán al rostro del todavía primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, y literalmente le rompió el hocico: el objeto, modelado en metal, reventó el labio superior y fracturó la nariz y dos dientes al delincuente que gobierna Italia. Las secuelas del golpe fueron tan severas que, tres meses después del ataque, Il cavaliere hubo de someterse a una cirugía de mandíbula para restaurar “la anatomía y las funciones maxilares”.
El evidente sufrimiento físico y moral de Berlusconi y las consideraciones básicas sobre los derechos de cualquier persona a preservar su integridad física no fueron, en esa ocasión, obstáculos para la oleada de regocijo multitudinario que recorrió, en cuanto se supo la noticia, Italia y el mundo. La agresión fue festinada a lo largo y a lo ancho de las redes sociales y las réplicas en metal de la Catedral de Milán multiplicaron sus ventas. Tal reacción puede explicarse por el hecho de que el agredido era ya ampliamente odiado –incluso antes de que se hicieran públicos sus actos de pederastia–, por su impunidad, sus payasadas de macho tonto y su descarado uso del poder público para satisfacer intereses privados.
De alguna manera, las muestras de solaz planetario que generó la imagen de la cara estropeada de Berlusconi fueron una suerte de linchamiento ligero, una forma de justicia por propia mano mucho más tenue que la ejercida por el pueblo de Fuenteovejuna contra un comendador abusivo y despótico que si en algo se parecía a Berlusconi era en la insistencia de ejercer el derecho de pernada.
Tal vez estas referencias resulten necesarias para entender el inaudito júbilo social con que fue recibido el señalamiento del diputado Mario di Costanzo contra el restaurante Los Cristales, ubicado en el Palacio Legislativo de San Lázaro, por servir alimentos contaminados con materia fecal, según lo indica un análisis de laboratorio que exhibió.
La risa del ofendido: en medio de un panorama nacional desesperante, caracterizado por la corrupción, el entreguismo y la ineptitud del grupo que detenta el poder, la frivolidad de la clase política, la violencia creciente e incontrolable y la abismal pérdida de soberanía causada por los desatinos de Calderón, el enterarse del dudoso menú de Los Cristales es un desahogo poco sustancial, pero inapreciable, para una población que ha sido víctima del Ejecutivo, del Judicial y del Legislativo. Y es que este último, con la excepción de un puñado de legisladores honestos, ha sido cómplice del daño causado al país por el ciclo de gobiernos neoliberales Salinas-Calderón y nos ha agraviado, entre otras cosas, con la aprobación de rescates bancarios fraudulentos, contrarreformas lesivas a la soberanía y al patrimonio nacionales, desafueros por consigna electorera, cargas fiscales abusivas e injustificables y modificaciones legales que amplían el margen discrecional y arbitrario con que actúan las fuerzas policiales.
En cambio, las mayorías maiceadas de San Lázaro, tan dispuestas siempre a otorgarse dietas de fábula y prestaciones principescas en un país mayoritariamente miserable, no han sido capaces de, por ejemplo, poner un alto a los abusos del duopolio televisivo, ni de frenar la intoxicación de la niñez por los fabricantes de comida chatarra que tienen en las escuelas uno de sus principales filones de mercado, ni de detener el saqueo de recursos naturales que practican los consorcios mineros en el territorio nacional.
No es correcto, desde luego, que una concesión privada convirtiera a los representantes en coprófagos involuntarios y tal proceder, de comprobarse, debería ser sancionado. Ello no obsta para que alguna gente esté deseando que legisladores como Gómez León, o como Heliodoro Díaz (el que entregó la concesión, sin licitación de por medio, a la empresa restaurantera), o Francisco Javier Salazar Sáenz (el que dispuso del vestíbulo de San Lázaro para exponer unas pinturas horrendas perpetradas por tres de sus parientes), y otros peores, hayan sido comensales asiduos de Los Cristales. El pueblo, mal representado, piensa: “una de caca por las que van de arena”, e inscribe con letras de oro, en la tribuna de su imaginario, la razón social de ese comedero que, por malicia o por desidia, hizo literal la actividad metafórica que practica a diario el grueso de los diputados.
* * *
Esta columna se solidariza con el CirkodeMente, al que las autoridades del museo Anahuacalli amenazan con expulsar de su espacio:
http://cirkodemente.blogspot.com/
navegaciones@yahoo.com • http://navegaciones.blogspot.com
“Una de caca...”
Pedro Miguel
La especie humana tiene un error de diseño que hace que la mayoría de sus integrantes experimenten el impulso a reír ante la desgracia ajena. Así, cuando un fulano resbala en una cáscara de plátano y se rompe la crisma, quienes atestiguan el suceso van y prestan auxilio, sí, pero reprimiendo la carcajada, o incluso sin reprimirla. Alguna demanda han de tener los testimonios en video de caídas o accidentes que se les puede encontrar por miles en Youtube y sitios similares, ostentando cifras récord de consulta. De todos modos, el asunto viene de muy atrás: Aristófanes, Ferécrates, Eupolis y otros atenienses ingeniosos bordaron sobre la pulsión de la carcajada primitiva ante el infortunio de los otros, codificaron las reglas de la comedia e incluso convirtieron en un arma política el arte de hacer reír mediante la exhibición de las miserias, debilidades y tribulaciones de personajes determinados. La intención moralizante de la comedia ática se preservaba intacta, dos mil años después, en el genio de Molière, quien se mantuvo fiel al propósito: Castigat ridendo mores, es decir, corrige las costumbres mediante la risa”.
A mayor sufrimiento de la víctima, menor es el margen moral para reír. Cuando el resbalón desemboca en un quirófano, en una silla de ruedas o en un camposanto, la carcajada se ve mal, y mejor ni hablemos del chistorete formulado sobre una tragedia colectiva. Pero hay una zona gris entre la “risa de la gente honrada” a la que rendía tributo Molière y el regocijo perverso que tanto temor causaba a Tomás de Aquino: el que “sobrepasa la norma de la razón” y cae en lo “grosero, insolente, disoluto y obsceno, cuando con ocasión del ocio hay palabras o acciones torpes o nocivas al prójimo en materia grave”.
Sin ir hasta aquella respuesta apócrifa de María Antonieta de Austria a las masas hambrientas de París (“¿No tienen pan? Pues que coman bizcochos”), hay en nuestro entorno abundantes ejemplos, y mejor documentados de la mofa frívola, obscena y altanera, que desde el poder se hace de los débiles. Recordemos, con vergüenza, al diputado Ariel Gómez León, El Chunko, quien en un programa de radio emitido unos días después del terremoto que destruyó Haití propuso que a los damnificados haitianos, “como son todos negros, habría que marcarlos con tinta indeleble para que no se les repita la ayuda; la tinta tiene que ser blanca porque la que usa el IFE no se les notaría por ser tan negros”. Mucho más graves fueron las risitas con las que Felipe Calderón pedía a los gringos que le dieran “más juguetes, todos los juguetes” (en referencia a armas para matar seres humanos) en una célebre entrevista con la BBC.
Meses después de aquella repulsiva carta a Santa Clos, tuvo lugar un suceso de signo contrario que ilustra las ambigüedades de la frontera entre la risa aceptable y la que no lo es: en diciembre de 2009 alguien arrojó una réplica en miniatura de la catedral de Milán al rostro del todavía primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, y literalmente le rompió el hocico: el objeto, modelado en metal, reventó el labio superior y fracturó la nariz y dos dientes al delincuente que gobierna Italia. Las secuelas del golpe fueron tan severas que, tres meses después del ataque, Il cavaliere hubo de someterse a una cirugía de mandíbula para restaurar “la anatomía y las funciones maxilares”.
El evidente sufrimiento físico y moral de Berlusconi y las consideraciones básicas sobre los derechos de cualquier persona a preservar su integridad física no fueron, en esa ocasión, obstáculos para la oleada de regocijo multitudinario que recorrió, en cuanto se supo la noticia, Italia y el mundo. La agresión fue festinada a lo largo y a lo ancho de las redes sociales y las réplicas en metal de la Catedral de Milán multiplicaron sus ventas. Tal reacción puede explicarse por el hecho de que el agredido era ya ampliamente odiado –incluso antes de que se hicieran públicos sus actos de pederastia–, por su impunidad, sus payasadas de macho tonto y su descarado uso del poder público para satisfacer intereses privados.
De alguna manera, las muestras de solaz planetario que generó la imagen de la cara estropeada de Berlusconi fueron una suerte de linchamiento ligero, una forma de justicia por propia mano mucho más tenue que la ejercida por el pueblo de Fuenteovejuna contra un comendador abusivo y despótico que si en algo se parecía a Berlusconi era en la insistencia de ejercer el derecho de pernada.
Tal vez estas referencias resulten necesarias para entender el inaudito júbilo social con que fue recibido el señalamiento del diputado Mario di Costanzo contra el restaurante Los Cristales, ubicado en el Palacio Legislativo de San Lázaro, por servir alimentos contaminados con materia fecal, según lo indica un análisis de laboratorio que exhibió.
La risa del ofendido: en medio de un panorama nacional desesperante, caracterizado por la corrupción, el entreguismo y la ineptitud del grupo que detenta el poder, la frivolidad de la clase política, la violencia creciente e incontrolable y la abismal pérdida de soberanía causada por los desatinos de Calderón, el enterarse del dudoso menú de Los Cristales es un desahogo poco sustancial, pero inapreciable, para una población que ha sido víctima del Ejecutivo, del Judicial y del Legislativo. Y es que este último, con la excepción de un puñado de legisladores honestos, ha sido cómplice del daño causado al país por el ciclo de gobiernos neoliberales Salinas-Calderón y nos ha agraviado, entre otras cosas, con la aprobación de rescates bancarios fraudulentos, contrarreformas lesivas a la soberanía y al patrimonio nacionales, desafueros por consigna electorera, cargas fiscales abusivas e injustificables y modificaciones legales que amplían el margen discrecional y arbitrario con que actúan las fuerzas policiales.
En cambio, las mayorías maiceadas de San Lázaro, tan dispuestas siempre a otorgarse dietas de fábula y prestaciones principescas en un país mayoritariamente miserable, no han sido capaces de, por ejemplo, poner un alto a los abusos del duopolio televisivo, ni de frenar la intoxicación de la niñez por los fabricantes de comida chatarra que tienen en las escuelas uno de sus principales filones de mercado, ni de detener el saqueo de recursos naturales que practican los consorcios mineros en el territorio nacional.
No es correcto, desde luego, que una concesión privada convirtiera a los representantes en coprófagos involuntarios y tal proceder, de comprobarse, debería ser sancionado. Ello no obsta para que alguna gente esté deseando que legisladores como Gómez León, o como Heliodoro Díaz (el que entregó la concesión, sin licitación de por medio, a la empresa restaurantera), o Francisco Javier Salazar Sáenz (el que dispuso del vestíbulo de San Lázaro para exponer unas pinturas horrendas perpetradas por tres de sus parientes), y otros peores, hayan sido comensales asiduos de Los Cristales. El pueblo, mal representado, piensa: “una de caca por las que van de arena”, e inscribe con letras de oro, en la tribuna de su imaginario, la razón social de ese comedero que, por malicia o por desidia, hizo literal la actividad metafórica que practica a diario el grueso de los diputados.
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Esta columna se solidariza con el CirkodeMente, al que las autoridades del museo Anahuacalli amenazan con expulsar de su espacio:
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