sábado, 14 de mayo de 2011

Domingo ocho


Bernardo Bátiz V.

La marcha del día 8, que culminó con una hermosa reunión en la que la poesía de Javier Sicilia, de David Huerta, y la anterior y dolorosa, pero no menos profunda, del interminable desfile de madres, hermanos, padres, esposos, que compartieron con la multitud sus propios duelos y angustias, nos abrió puertas ya oxidadas y herrumbrosas.

En alguna parte de su extensa obra, Tomás de Aquino escribió: “No es pacífico el que no ve el mal, sino el que no se deja dominar por la tristeza ante él”. Eso es algo, parte, pero muy importante parte, de lo que vimos primero en las calles y en el Zócalo después: mujeres y hombres pacíficos, que no cierran ni ojos ni oídos ante el mal que enfanga e inunda nuestra sociedad, pero que no se dejan dominar por la tristeza que el mal produce.

Por el contrario, renació o volvió a subir a la superficie la esperanza colectiva de un cambio de rumbo. Lo vimos y lo sentimos, en el constante desfilar de grupos, de familias, de amigos, de vecinos, caminando por el Eje Central que aun se llama Lázaro Cárdenas. Puedo testificar: una mujer madura camina con una compañera, recia y luminosa como ella, se detienen a estrecharme la mano y compartimos unos momentos el entusiasmo de la marcha; una abuela con el paso firme y aun esbelta, acompañada de su hija, joven que empuja una carriola con un nene de brazos y otros dos mayorcitos que marchan a su lado.

Un hombre moreno y fuerte, un obrero quizá; un comerciante modesto, con su esposa del brazo; un joven que sirve de apoyo a su madre a la que la caminata no la arredra. Pura gente que ve el mal, por eso está ahí, por eso se manifiesta, pero no se deja vencer por la tristeza y recarga con acción solidaria su reserva de esperanza.

Son personas que no repiten la consigna irreflexiva que dice en voz baja “¿para qué?, no sirve para nada, si todos son iguales”. No es cierto, quienes colmaron el Zócalo no son iguales a los pobres acarreados tradicionales de los mítines políticos; quienes encabezaron la marcha, los que trataron de darle algún orden, no son ni los “grillos” tradicionales ni los lidercillos en busca de méritos ni tampoco los funcionarios irresponsable e ineptos, pero impecables en el vestir y en el peinar, son otra cosa y basta verlos y oírlos para comprenderlo.

Claro que Javier Sicilia no tiene nada que ver con un líder heredero de Fidel Velázquez o con un “pastor” de alguna de las Cámaras del Congreso, ni David Huerta se parece a un levanta cejas de la televisión ni tiene similitud con un intelectual de a tanto la línea ágata.

Tampoco los clérigos Alejandro Solalinde y Miguel Concha son como los que pueden ser encontrados cualquier domingo en el campo de golf o en la plaza de toros. Estuvimos cerca de lo inesperado, de lo que no se vislumbraba hace seis o siete semanas; cerca y en medio de una multitud indignada, pero consciente, frente a poetas arengando desde la tribuna improvisada, sacerdotes sosteniendo con sencillez y amor, esto es con caridad cristiana genuina, una bandera mexicana en la que luce a guisa de escudo, la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Vimos renacer virtudes adormecidas, fuimos testigos de cómo la multitud, a sabiendas de que la redención implica sacrificio, se enfrenta al mal, que no es sólo violencia y muerte, sino que es también engaño, codicia, desinformación, estupidez, ineptitud y vanidad.

No fue ciertamente un “domingo siete”, fue el domingo en el que muchos desesperanzados recuperaron la fe en nuestra patria, renovaron su solidaridad y su confianza en los demás. “Lo auténtico está más allá de lo que se barrunta”, enseñó Ladislaus Boros.

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