jueves, 12 de mayo de 2011

No a la barbarie


Adolfo Sánchez Rebolledo

No bien concluía la marcha en el Zócalo y ya circulaban las primeras interpretaciones de lo que allí había acontecido y junto a ellas aparecieron también los dardos de la hipocresía, pues ¿quién se iba a pronunciar en contra de la paz con justicia y dignidad? ¿Quién se atrevería a decirle al poeta Sicilia que su causa no era justa, necesaria y vivificante? Por lo visto, nadie. Unos más, otros menos, todos aplaudieron la gesta del padre adolorido, pero muy pocos de los interpelados se reconocieron en el espejo humeante que la manifestación silenciosa llevaba a cuestas. De la indiferencia –e incluso de la hostilidad verbal– el gobierno federal pasó al saludo a destiempo, a la aceptación de un encuentro que no pone sobre la mesa el sentido mismo del diálogo, que no acepta errores ni está dispuesto a pensar siquiera en el cambio de estrategia que es la columna vertebral de la protesta cívica. La solicitud de renuncia del secretario de Seguridad Pública, más allá de su eficacia concreta, detuvo los tibios intentos mediatizadores y nos devolvió a la incómoda realidad que el movimiento por la paz ha subrayado con su existencia: México vive una profunda crisis que es política y moral, que no se circunscribe a la trágica dimensión de la violencia en todas sus formas, que tiene profundas raíces sociales y que nos obliga, como ciudadanos y como nación, a reflexionar sobre sus causas y soluciones.

Sicilia ofreció una visión acorde con sus sentimientos y convicciones más profundas para enfrentar los desafíos inéditos del presente. Y llamó a convertir la indignación moral, el dolor, o incluso el miedo, en una fuerza de cambio racional decidida a reconstruir el pacto social, la convivencia que languidece o se extingue bajo el signo del terror criminal. El objetivo se resume en el texto del pacto ciudadano que debiera suscribirse en Ciudad Juárez, el 10 de junio, para mayor simbolismo, una vez que éste se discuta con plena libertad en todos los ámbitos de la República, desechando incluso los estereotipos que el naciente movimiento está tentado a consagrar.

La movilización iniciada en Cuernavaca para responder al horror ha dado sus primeros frutos: puso en la agenda nacional la urgencia de buscar alternativas a las rígidas políticas oficiales resumidas en la expresión “guerra al narcotráfico”, sustentadas en diagnósticos distintos a los convencionales de la autoridad y, por tanto, en propuestas cuyo eje es el fortalecimiento de la cohesión social y la seguridad ciudadana. Integró a la protesta a miles y miles de jóvenes cuyo despertar a la vida pública está ya marcado por el horizonte de violencia, por la crisis de instituciones podridas y el encumbramiento del cinismo como un valor a seguir. Y reunió en un solo haz a la diversidad de la propia sociedad, pese a los intentos de provocar divisiones sectarias entre los participantes.

Ya lo dijo el poeta David Huerta el 8 de mayo:

“Contra los muros vuelve a nacer la espiga del sueño, /luego de una larga caminata se construye /la serie luminosa de los conocimientos, /los brazos y las piernas adquieren el aspecto /de cosas duras y angustiosas, apenas esperanzadas, /las presencias y los objetos fluyen hasta los lugares sagrados: /las fuentes frescas, las luces nutritivas.”

Y logró hacer algo que es vital y decisivo: en el Zócalo las víctimas estuvieron presentes. Se ha cumplido así el paso más trascendente de esta manifestación cívica: comenzar a nombrar a los que hasta ahora son número, estadística, pues la única forma de comenzar a asumir la tragedia que estamos padeciendo es recuperando el nombre y la historia de cada uno de los 40 mil muertos. Ese es el paso indispensable para humanizar el problema antes de que la barbarie se apodere de todo.

Es obvio, por otra parte, que de aquí en adelante, la movilización ciudadana enfrentará retos y riesgos nada fáciles. Por un lado, ya lo estamos viendo, comenzó la batalla descalificadora, la siembra de la duda que no busca otra cosa que desmantelar el ánimo fortalecido de quienes alzaron la voces de la resistencia: que si Sicilia plantea abandonar la lucha contra el narcotráfico, que si se trata de un movimiento contra el Presidente, cuyo rechazo en el mitin ha sido el tema recurrente de los opinantes que todo lo entienden en el código del 2012. Frases hechas, sandeces. Pero eso es inevitable.

Al mismo tiempo, el movimiento tendrá que lidiar entre la tensión de universalizar la causa ciudadana por la paz aumentando la diversidad y la pluralidad que le da fuerza y autoridad y las que surgen de su naturaleza inevitablemente política que podría estimular la tentación de “partidizar”, por así decirlo, lo que de suyo debe mantenerse como una acción transversal en toda la sociedad, sin exclusiones a priori. En mi opinión, no se trata de crear un antagonismo irresoluble entre la acción ciudadana y la actividad electoral. O de divorciar la defensa de los derechos humanos de la inserción social en la que actúan los ciudadanos. En la perspectiva de crear un Estado democrático, tales antinomias reducen los espacios y oscurecen las razones de fondo que justifican la crítica al comportamiento de los partidos, los malos gobiernos y el invisible poder de los grandes privilegiados. Es un error, me parece, fomentar el prejuicio que hace de los políticos una clase especial opuesta por definición a “los ciudadanos”, cuya pureza e intenciones quedan a salvo de toda sospecha. Si los partidos –como los funcionarios del Estado– no sirven hay que cambiarlos, crear otros que sí sirvan realmente a la parte de la ciudadanía que los apoya sin refugiarse en eufemismos apolíticos que suelen ocultar intereses particulares. En este punto, nada vale tanto como el análisis concreto, la denuncia con nombre y apellido, la negativa a no convalidar ideas y prácticas contrarias al interés general. Pero en el deslinde exige rigor, compromiso, claridad de miras. Hay de políticos a políticos. Hay quienes ofrecen al país un cambio y quienes se aferran al estancamiento para reproducirse. La búsqueda de un gobierno de salvación nacional como el que propuso Javier Sicilia en el Zócalo exige juzgar a cada quien por sus actos, por sus responsabilidades y su historia. La situación exige convergencia, claridad de miras y dignidad.

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