Elena Poniatowska
Abrir el periódico y leer que Fernando Vallejo obtuvo el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2011 es una gran alegría.
Lo conocí hace años en un avión. Sólo nos separaba el pasillo. Viajábamos rumbo a Bogotá, Colombia. Le dije a Felipe, mi hijo:
–Mira, en el asiento al lado mío va rezando un curita. Si el avión se cae, lo tomo de la mano y tú te tomas de la mía y nos vamos derechito al cielo.
Durante todo el viaje, Fernando Vallejo, dentro de su traje gris oscuro, casi negro, meditó con las dos manos cruzadas, la espalda muy recta, el rostro concentrado, los ojos bajos. Nunca echó su asiento para atrás, no aceptó ni un vaso de agua de la guapa azafata, tuve la certeza absoluta de su santidad.
Ahora tengo la certeza de que nos habríamos ido directamente al infierno, porque cuando lo oí hablar en la Universidad en Bogotá frente al ex presidente de Colombia Belisario Betancourt me escandalicé al igual que todos los oyentes.
Belisario Betancourt echaba la casa por la ventana e invitaba a escritores de América Latina para defender a Bogotá a merced de los sicarios y vendedores de drogas que en aquellos años estaba muchísimo mejor que nosotros ahora.
En una mesa redonda (que nunca son redondas), sentada al lado de Vallejo, vestido de nuevo como sacerdote, me tocó oírlo decir que los políticos eran unos granujas y unos vividores, incluyendo a nuestro anfitrión y las mujeres éramos unas vacas lecheras, y cuando me pasó el micrófono, dije que también yo era una vaca paridora de becerros.
Ya en México leí El río del tiempo, El don de la vida, un grueso tomo sobre Porfirio Barba Jacob y cuando apareció en la cartelera La Virgen de los Sicarios corrí a meterme al cine.
Desde entonces, Fernando y yo nos queremos. Antes que a él, quería yo bien a David Antón, cuyas escenografías admiré. Una tarde, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), oí a Fernando dar una conferencia entre sus dos perros, “porque son los que mejor entienden”. Los estudiantes reían, felices.
A veces, Fernando Vallejo me invita a comer a su casa en la que el piano ocupa el lugar de honor. Nunca se hace del rogar cuando le pido que toque una cueca. Reímos con facilidad, sobre todo cuando se aparece Juan Cruz, quien quiere a Fernando y a David entrañablemente. Pero el punto más alto de nuestra amistad es nuestro amor a los animales. La literatura no, porque a Fernando le choca. El monto del Premio Rómulo Gallegos se lo dio a una sociedad protectora de animales, el que recibirá ahora lo va a repartir entre otras dos asociaciones similares.
Mi abuela Elena Iturbe de Amor, fundadora con Isidro Fabela de la Sociedad Protectora de Animales de la ciudad de México, habría querido mucho a Fernando Vallejo, pero quizá no tanto como yo lo quiero, porque ella creía en Dios y en la bondad humana.
Lo conocí hace años en un avión. Sólo nos separaba el pasillo. Viajábamos rumbo a Bogotá, Colombia. Le dije a Felipe, mi hijo:
–Mira, en el asiento al lado mío va rezando un curita. Si el avión se cae, lo tomo de la mano y tú te tomas de la mía y nos vamos derechito al cielo.
Durante todo el viaje, Fernando Vallejo, dentro de su traje gris oscuro, casi negro, meditó con las dos manos cruzadas, la espalda muy recta, el rostro concentrado, los ojos bajos. Nunca echó su asiento para atrás, no aceptó ni un vaso de agua de la guapa azafata, tuve la certeza absoluta de su santidad.
Ahora tengo la certeza de que nos habríamos ido directamente al infierno, porque cuando lo oí hablar en la Universidad en Bogotá frente al ex presidente de Colombia Belisario Betancourt me escandalicé al igual que todos los oyentes.
Belisario Betancourt echaba la casa por la ventana e invitaba a escritores de América Latina para defender a Bogotá a merced de los sicarios y vendedores de drogas que en aquellos años estaba muchísimo mejor que nosotros ahora.
En una mesa redonda (que nunca son redondas), sentada al lado de Vallejo, vestido de nuevo como sacerdote, me tocó oírlo decir que los políticos eran unos granujas y unos vividores, incluyendo a nuestro anfitrión y las mujeres éramos unas vacas lecheras, y cuando me pasó el micrófono, dije que también yo era una vaca paridora de becerros.
Ya en México leí El río del tiempo, El don de la vida, un grueso tomo sobre Porfirio Barba Jacob y cuando apareció en la cartelera La Virgen de los Sicarios corrí a meterme al cine.
Desde entonces, Fernando y yo nos queremos. Antes que a él, quería yo bien a David Antón, cuyas escenografías admiré. Una tarde, en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), oí a Fernando dar una conferencia entre sus dos perros, “porque son los que mejor entienden”. Los estudiantes reían, felices.
A veces, Fernando Vallejo me invita a comer a su casa en la que el piano ocupa el lugar de honor. Nunca se hace del rogar cuando le pido que toque una cueca. Reímos con facilidad, sobre todo cuando se aparece Juan Cruz, quien quiere a Fernando y a David entrañablemente. Pero el punto más alto de nuestra amistad es nuestro amor a los animales. La literatura no, porque a Fernando le choca. El monto del Premio Rómulo Gallegos se lo dio a una sociedad protectora de animales, el que recibirá ahora lo va a repartir entre otras dos asociaciones similares.
Mi abuela Elena Iturbe de Amor, fundadora con Isidro Fabela de la Sociedad Protectora de Animales de la ciudad de México, habría querido mucho a Fernando Vallejo, pero quizá no tanto como yo lo quiero, porque ella creía en Dios y en la bondad humana.
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