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miércoles, 31 de agosto de 2011
México: luto perenne
Arnoldo Kraus
Mañana, por la mañana, se confirmará: ayer nunca termina. Los muertos del día se sumarán a los de ayer, a los de antier, a los de julio de 2010 y a todos los incontables mexicanos asesinados desde hace muchos años. No hay fin. Decapitados. Desaparecidos. Niños huérfanos. Feminicidios. Migrantes centroamericanos expoliados y torturados. Mujeres violadas. Levantados. Indocumentados mexicanos que fallecen asfixiados en los tráiler de los polleros o por sed en los desiertos estadunidenses. No hay fin. Las desgracias se acumulan. Cada mañana el sepulcro es más profundo.
Todo se remite al amanecer y al sumario del día previo. Narcofosas con muchos muertos, algunos enteros, otros sin cabeza, cuerpos pendiendo de puentes peatonales, ejecutados, asaltos a casinos, asesinato de jóvenes en centros de rehabilitación, narcomantas y otro sin fin de desgracias aupadas por palabras nuevas, por la lógica presidencial y la de sus colaboradores, cuyos discursos y anuncios por la radio buscan explicar las razones y las justificaciones de tantos asesinatos. Razones imposibles, justificaciones injustificables: ¿cuántos decapitados fueron decapitados por razones justificables?
Temprano por la mañana la radio. Poco después los periódicos. Nada bueno. A la cuenta de los muertos deben agregarse los 35 asesinatos de ayer. El total aterra. Se habla de más de 40 mil muertos en lo que va del sexenio (sexenio es una enfermedad mexicana: seis años nos azoga un Presidente antes de irse). Todos los muertos han muerto por la guerra liderada por nuestro gobierno contra el narco. Una guerra de ellos contra ellos. La guerra mexicana del siglo XXI. Muchos, la inmensa mayoría de los 40 mil muertos, no aprobaron la lid ni hubiesen deseado ser parte de ella. La guerra mexicana del siglo XXI es la de ellos contra ellos. Los primeros ellos son el gobierno; los segundos ellos son los narcotraficantes. Ellos han acabado con el país.
Nuestro gobierno tiene razón. Estamos en guerra. Cuarenta mil mexicanos han perecido desde que se rompió el equilibro y el maridaje entre gobierno y narcotraficantes. Ese divorcio mal avenido nos jodió. Jodió a los muertos y a los vivos enlutados: su vida se interrumpió para siempre cuando uno de los suyos fue asesinado. ¿Cuántos de los muertos son familiares cercanos de nuestros dirigentes?
Los muertos en una sola acción, como la del Casino Royale son poco menos de 60. Ni en Tripolí ni en los pueblos sirios muere tanta gente en un solo día. Nuestra guerra es más cruenta que la que se lleva a cabo en esos y en otros países donde los rebeldes luchan contra ejércitos bien pertrechados. La guerra mexicana no sólo difiere por haber sepultado a más personas que las de Túnez, Egipto o Libia. Difiere por otras razones. Destaco dos. La nuestra la decidió el gobierno sin consultar al pueblo; la de la primavera árabe, la llevaron y la llevan a cabo los ciudadanos hartos de sus políticos. La nuestra es yerma. Se apilan y se apilan cadáveres inútilmente. Cada nuevo muerto aumenta el desasosiego y confirma mi hipótesis: es absurdo, lamento escribirlo, tener esperanza. Quizás las rebeliones de los ciudadanos de los países árabes y otras naciones africanas vean coronados sus esfuerzos con la instauración de la democracia.
El gobierno de Felipe Calderón decretó tres días de luto nacional tras la matanza del Casino Royale. Es correcto decretar luto durante tres días por los pobres comensales de ese lugar. Ahora son necesarios dos nuevos duelos: 362 días por el resto de los muertos y 365 días por los gobiernos que han destruido muchas vidas y ahorcado a la nación. ¿Cuánto horror más podemos soportar? ¿Cuántos muertos más requiere el gobierno para aceptar que su forma de guerrear ha sido un error fatal?
Mientras escribo, nuevos cuerpos se amontonan sobre los 40 mil cuerpos. Mientras cavilo, nuevos desaparecidos enlutan la vida de la nación. Decapitados y desaparecidos son parte de la guerra de ellos contra ellos. Gesta inútil la guerra mexicana del siglo XXI. Su saldo es demoledor: de-sasosiego, dolor y desesperanza. Poco importa si Estados Unidos nos considera o no un Estado fallido. Poco importa si Felipe Calderón se enoja ante tal diagnóstico. De nada importa si Alejandro Poiré, secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, se ufana en explicar que México es menos violento que Brasil o Colombia y que sólo en el norte del país se reproducen los virus mortales. El resto de la nación, asegura el gobierno, es seguro. La primera víctima en cualquier batalla es la verdad. En la guerra mexicana del siglo XXI la verdad feneció a partir del primer cadáver.
Cuando se publique este texto, la lista de muertos y las imágenes de horror habrán crecido. La violencia no tiene fin. Las muertes tampoco. El enojo, la ira, las palabras, los movimientos de la sociedad y la joven iniciativa de la UNAM de nada han servido. ¿Cuándo y quién jodió a México?, ¿cuántos muertos más requiere Calderón y su gobierno para aceptar su fracaso?
El miedo y la desconfianza crecen ad nauseam. La prensa extranjera nos retrata. El turismo se extingue y el desempleo aumenta. Los negocios cierran y las personas migran. Sólo los políticos y algunos narcotraficantes están a salvo. Nadie más.
Ni los dueños del dinero ni los intelectuales quieren comprometerse. Ambos detentan poder. Deberían sentarse con Calderón y decir ¡ya basta! No lo hacen, no lo harán. Hoy se enterrarán los muertos de ayer. Mañana se sepultarán los de la víspera.
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