jueves, 15 de noviembre de 2012

El engendro laboral


Adolfo Sánchez Rebolledo
L
as reformas a la Ley Federal del Trabajo aprobadas en segunda vuelta por el Senado son un típico engendro donde se mezclan el agua y el aceite, es decir, las voraces ambiciones de sus promotores, los patrones, y la necesidad de protección del viejo sindicalismo corporativo asociado al PRI. En rigor, no se trata de una reforma laboral propiamente dicha, aunque unos y otros se llenen la boca hablando de la productividad o el empleo, cuando la verdad es que, como señaló el senador Encinas, las disposiciones aprobadas representan el mayor agravio a los trabajadores después de 1917. Y es que, en ausencia de un movimiento obrero capaz de hacer la defensa efectiva de sus intereses históricos y legales, asistimos a la degradación sistemática de los viejos principios tutelares que corre paralela a la precarización del empleo y, en general, a la devaluación del mundo del trabajo en el horizonte más general de la crisis que hoy toca a las puertas de la globalización.
Cierto es que los legisladores no se atrevieron a tocar la Carta Magna, pero es obvio que ya queda poco del aliento que dio a la legislación mexicana un aura de vanguardia que por años, pese al charrismo, sirvió de faro para luchar por los derechos sociales de los trabajadores. La fórmula votada por la mayoría en el Senado cumple, eso sí, con la última voluntad legislativa del Presidente: sacar adelante al menos una de las prometidas reformas estructurales que en su opinión lo harán pasar a la historia como un renovador de la vida nacional. En fin, ha sido un lamentable espectáculo, pues junto al microgradualismo del PRI para promediar las posiciones, se impuso la codicia empresarial aunada a la escasa visión del gobierno ante el problema central de nuestra economía: la ausencia de un rumbo capaz de poner en marcha un ciclo de crecimiento con mayor equidad social.
En vez de ir a las causas de fondo de la insuperable desigualdad de la sociedad mexicana, los grupos dirigentes insisten en tropezar una y otra vez con la misma piedra: dar a los privilegiados todo lo que éstos reclamen como derechos inviolables, aun si con ello en vez de avanzar retrocedemos. Teniendo como idea fija los modelos –ahora en crisis– presentados como genuinas panaceas de la modernidad en la era del fin de la historia, los responsables de la política nacional han venido dilapidando tanto el llamado bono demográfico como el bono democrático que el panismo tiró por la ventana tan pronto se trepó a la silla del poder. En esas circunstancias de indolencia intelectual y ausencia de verdaderos objetivos nacionales, la única reforma que inspira a las clases gobernantes es aquella que pretende ganarle no al pasado, que sería legítimo y hasta recomendable, sino a la Historia, cuyas lecciones se pasan por alto para servir a la inmediatez del presente. La mención reiterada pero siempre despectiva hacia los tabúes que impiden tasajear la Constitución para dar la parte del león a las iniciativa privada, sea nacional o trasnacional (como ya ocurre con la banca, la minería, la industria cervecera y ahora la de la pintura), habla de la increíble incomprensión que tiene la derecha para distinguir entre la nación y el Estado, entre las urgencias de la economía y la construcción de una sociedad y una ciudadanía que, pese a todos los mecanismos de integración, seguirá siendo el sujeto de la soberanía y el responsable por el bienestar de los mexicanos. La apuesta ciega a la entrada de capitales extranjeros en las áreas estratégicas de la energía ilustra la cortedad de miras de los grupos gobernantes, cuyas limitaciones para proponer una verdadera renovación tropiezan con la miserable defensa de sus intereses particulares. Claro que hay que reformar Pemex con verdadero espíritu de cambio, pero suponer que la apertura, por sí misma, significará dar luz verde al crecimiento y a la superación de los índices de desigualdad es una peligrosa alucinación.
Descartado el objetivo de mejorar la situación de los trabajadores asalariados, el legislador (dirían la viejas crónicas) se propuso dar seguridades legales a los patrones, no obstante que de mucho tiempo atrás en la práctica actúan conforme a sus propios códigos, como se vio en el caso brutal de la golpiza propinada por un capataz coreano a un indemne obrero, tema que se aprovechó para exacerbar las obsesiones xenófobas de algunos, sin denunciar que al inversionista extranjero se le atrae, justamente, con la promesa de gozar a sus anchas de paraísos laborales como ese instalado en Querétaro. Algo de eso hay en la reforma laboral. Claro que las centrales priístas vieron algunos peligros bajo la demagogia democratizadora del PAN, pero al fin todos sabían que habría acuerdo… histórico, apoyado por el presidente saliente y el que ya se asoma a Los Pinos.
El lance sirvió para ajustar los motores de la previsible alianza bipartidista en materias de reformas estructurales. Es un esquema conocido, con el cual el PAN siempre se sintió cómodo, por lo menos más que en su paso por el gobierno, que acabó por desfigurarlo por completo. Y dejó ver a un Peña Nieto que no quiere dejar vacíos por ninguna parte. Asumió el compromiso de no vetar la iniciativa preferente de Calderón. Apretó los amarres que lo unen a las grandes corporaciones y dejó vivir al viejo charrismo la ilusión de que volverían los viejos tiempos, sin discutir con franqueza si acepta o no los postulados constitucionales en la materia. Pura ambigüedad. Pronto sabremos qué es lo que está pensando.

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