Gustavo Gordillo
L
as autodefensas. Reconociendo las diferencias entre la expresión de estos fenómenos en Michoacán y Guerrero, y en otras entidades; éstas son el síntoma de un gobierno ausente por mucho tiempo en amplios territorios del país. Pero también deben leerse como un síndrome. El síndrome de una democracia inacabada. O si se quiere mejor, de una transición abortada. Hay una enorme diferencia entre el régimen autoritario de hace 20 años y el actual. Pero es una mala –o si se quiere simplona– comparación. Resulta relevante en cambio, comparar lo que las reformas de 1994 y 1996 prometían y lo que las elecciones de 1997 y 2000 transportaban, con el régimen político que terminó configurándose a partir de entonces.
La transición mexicana. Se guío por dos ideas. La primera era que al lograr que el
voto contara y se contara, se generarían las condiciones para la alternancia en los distintos niveles de gobierno y esto a su vez transformaría al conjunto de las instituciones políticas. En segundo lugar, que a diferencia de los regímenes dictatoriales, el tránsito democrático del régimen autoritario mexicano requería activar las instituciones que existían formalmente como el Poder Legislativo, el Poder Judicial y el federalismo, pero que habían sido supeditadas por el régimen de partido hegemónico. Como lo plantea-ron Becerra et al (2000): “(la transición democrática en México) no requirió un pacto que lo refundara todo, sino construir dos de sus piezas ausentes: un fuerte sistema de partidos… y echar a andar una vida electoral auténtica y competitiva”.
¿Qué falló? Como lo señaló Luis Salazar (1999), se sobreestimaba “la disposición de las fuerzas políticas para asumir los compromisos indispensables en pro de una democracia pluralista… junto a un proceso reformador desigual y sincopado tuvimos una serie de enfrentamientos tras los cuales las reformas políticas-electorales parecieron obedecer más a necesidades coyunturales y alianzas tácticas que a un diseño claro de la nueva institucionalidad democrática”.
El debate de fondo. Para entender la disputa actual entre dos narrativas que se reclaman democráticas hay que partir del estudio de la Trilateral sobre la democracia publicado en 1975. Su conclusión descansaba en las siguientes premisas: 1) en democracia, los modelos de autoridad son cuestionados; 2) la satisfacción de demandas sociales aumenta sus expectativas, generándose más demandas que sobrecargan al Estado; 3) la pluralidad democrática hace más costosa la agregación de intereses, afectando la eficacia de las instituciones. La contención del carácter democrático del sistema político se propuso como solución para la gobernabilidad. La apatía política se convertiría en un mecanismo para el sostenimiento de la democracia. (Crozier, Huntington y Watanuki, 1975)
¿En verdad se desbordaría la sociedad con más democracia? La ingobernabilidad es un escenario posible y presente, pero el compromiso con una democracia pluralista no es su causa. El desequilibrio sucede cuando el Estado no es capaz de adaptarse a la nueva realidad de su sociedad y crea canales que resultan medios de contención y simulación, más que vías eficaces para el flujo de las preocupaciones sociales hacia las esferas de toma de decisiones. La pluralidad no es algo que haya surgido con la democracia; su reconocimiento sí. Éste ha sido en muchos casos producto de largas luchas que antecedieron o marcharon en paralelo a las luchas por la eficacia electoral como mecanismo de trasmisión pacífica del poder constituido.
El eje central de la disputa política. Me parece que la disputa política hoy se define entre quienes asumen la democracia como un compromiso con el pluralismo sustentado en el respeto y la ampliación de los derechos fundamentales, y quienes con argumentos relacionados con la gobernabilidad buscan reducir la democracia a su ámbito procedimental.
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