Bernardo Bátiz V.
U
l fraude electoral es en México, y quizás en todas partes, como la Hidra de Lerna: tiene muchas cabezas y si se le corta una aparecen del cuello monstruoso dos o tres nuevas; lo sé de antaño; cuando no había IFE ni INE, ni tribunal electoral ni credencial de elector con fotografía. Las trampas eran burdas y cínicas; pensábamos entonces, no sin cierta ingenuidad, que logrando establecer en la legislación electoral estas instituciones podría alcanzarse el sufragio efectivo por el que luchó y murió Francisco I. Madero, pero no fue así: cortadas unas cabezas, aparecieron otras.
Reformas van y reformas vienen y la desconfianza de la ciudadanía en los procesos electorales se mantiene y se reaviva; cada nueva reforma cercena una cabeza del monstruo antidemocrático, pero prepara el campo para otras 10 nuevas artimañas. Por ejemplo, en la nueva legislación se amenaza con nulidad la adquisición de publicidad encubierta en medios electrónicos, pero se omite otorgar al tribunal la posibilidad de juzgar sobre la equidad de la elección y otros temas que no se consideraron.
En 1993, en este mismo espacio de La Jornada, escribí acerca de las leyes electorales de entonces, que, como hoy, se discutían en el Congreso y entre algunos pequeños grupos de interesados y especialistas en el tema. Hacía notar entonces que estábamos ante las reformas de las reformas; más de 20 años después, puedo decir que estamos en las reformas de las reformas de las reformas y así hasta casi el infinito.
Entonces había una sola ley para regular los procesos electorales; hoy ya no se cuántas hay, cuatro o cinco, todas complicadas, todas redactadas no para ser entendidas por los ciudadanos comunes y aplicadas rectamente, sino precisamente para dejar áreas oscuras, huecos y esquinas de modo que los procesos, en lugar de ser claros y tersos, sean intrincados y propicios para que ganen los más hábiles en la trampa y los que cuenten con litigantes formalistas y poco escrupulosos.
Entonces, el debate se centraba en remover la traba que ponía el artículo 82 constitucional para que mexicanos hijos de extranjeros pudieran aspirar a la Presidencia de la República. Eso se logró y nos fue peor con Fox, el único beneficiario de esa reforma hasta hoy; los demás puntos discutidos pasaron a segundo plano y la democracia quedó igual de maltratada y vilipendiada.
En estos días, con las mismas formas ya muy ensayadas de legislar a espaldas de la gente, con prisas y sin que los legisladores tengan tiempo de revisar y estudiar los alcances de las leyes puestas a su consideración, el centro del debate frente al público es la pretendida pensión vitalicia millonaria a los magistrados electorales. Desde luego, esa canonjía, prohibida expresamente por el artículo 12 constitucional, es una injuria a la pobreza de la gente y, como señalaron los pocos legisladores que son auténticos representantes populares y no cumplidores de pactos, constituirá un soborno buscando parcialidad y obsecuencia con quienes los premian de esa manera. Del resto de las reformas poco se dice y no sabemos qué sorpresas nos deparen cuando ya aprobadas se vayan conociendo.
En cuanto a la pensión vitalicia, hay que decir que no es posible que se rompa de esa manera el principio de igualdad, premiando tan generosamente a quienes sólo trabajarán unos pocos años y esos pocos, por supuesto, muy bien pagados. No se justifica de ninguna manera una pensión vitalicia; lo único que faltaría para que volvamos plenamente al antiguo régimen anterior a la Revolución Francesa es que tal privilegio fuera hereditario.
Además de la violación al principio de igualdad garantizado por el artículo 12 constitucional, que prohíbe en México títulos de nobleza, prerrogativas y honores hereditarios, la pensión vitalicia choca también con lo dispuesto por el artículo 127 de la Carta Magna, que regula la remuneración que deben recibir los servidores públicos, definida como adecuada e irrenunciable, pero además, que debe ser señalada por el desempeño de su función, empleo, cargo o comisión y no por ninguna otra consideración, que debe ser proporcional a sus responsabilidades y, lo más importante, que será determinada anual y equitativamente en los presupuestos de egresos.
No se han dado argumentos en favor de que el intento de soborno sea adecuado y equitativo, pero además es jurídicamente irregular instaurar una remuneración que no sea determinada anualmente; aprobar desde hoy una carga tan onerosa para el presupuesto de mañana sólo indica lo que la oposición legislativa ya señaló: se trata de un intento de compromiso anticipado;
dádivas quebrantan peñas, dice la sabiduría popular: si los magistrados lo son realmente, deben rechazar, manifestándolo así tajantemente o, en caso extremo, no aceptando los cargos puestos en tela de juicio por la opinión pública, mostrando un principio de dignidad que tanto se requiere en la política de hoy.
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