Adolfo Sánchez Rebolledo
H
ay de errores a errores. Una cosa es malinterpretar indebidamente una cifra de las estadísticas oficiales, sobre todo si éstas se refieren a los emolumentos recibidos por ese ejército opaco e invisible que trabaja en la SEP, y otra muy distinta es rebuscar entre los datos sólo aquellos que puedan confirmar los prejuicios de los descreídos destinatarios, como pasó, lamentablemente, al exhibir lo que serían casos escandalosos de corrupción en las nóminas al magisterio. Según los investigadores acreditados por una reconocida entidad privada, había por lo menos unos 70 profesores que cobraban salarios millonarios, superiores a los
que gana el Presidente de la República, cuando éstos no eran más que simples mentores sin atributos especiales. La información se dio por buena, sin cotejar si era suficiente o exacta, escandalizando de inmediato a los medios, que tronaron contra la corrupción magisterial. Pero el plato fuerte de la investigación fue el dato estelar: las estadísticas de la SEP mostraban la existencia de mil 441 profesores hidalguenses, todos ellos centenarios, nacidos hace un siglo el mismo día: el 12 de diciembre, razón por la cual se les conoció como los lupitos, a los que irían a parar ingentes cantidades del erario (cuando en realidad se trataba de un conjunto al que se les descontaban cantidades importantes de su salario, en fin).
Cruzando las fronteras impuestas por la verosimilitud y el sentido común, la investigadora a cargo del informe abrió las compuertas a los excesos verbales de aquellos que sin rechistar asumieron la
verdaddescubierta y lanzaron la enésima campaña de desprestigio contra el magisterio como tal, aunque los críticos se curen en salud diciendo que
también hay profesores buenos, coletilla que no es suficiente para tapar el desprecio creciente con el que observan a los maestros reales, de carne y hueso, cuyas deficiencias formativas en ningún caso los harían merecedores del trato que algunos les endilgan.
El incidente debería hacernos pensar sobre las consecuencias de tal actitud discriminatoria, capaz de admitir a ciegas el peor absurdo en aras de confirmar ciertas hipótesis reformistas que, en definitiva, cuestionan la dignidad de la persona.
Cuando las buenas conciencias se erigen en fiscales y tutores universales no hierran porque se atrevan a preguntar sobre un asunto que es de naturaleza pública y sobre el cual debería caer una luz de absoluta transparencia, sino porque lo hacen sin ubicarse en una perspectiva moralmente responsable. En vez de insistir en la tragedia representada por los datos del censo educativo en materia de equipamientos y servicios o en las carencias inenarrables del alumnado en vastas regiones, sometido a la vertiente de la pobreza o al degradante impacto de los medios electrónicos como fuente de aspiraciones, el énfasis está puesto en la descomposición escolar, en el cuadro terrible de una situación que se forjó a ciencia y paciencia de los líderes políticos y sindicales en contubernio con los grandes beneficiarios del desarrollo nacional. Hoy quieren grandes cambios en la educación, sin duda necesarios, pero no cuentan con los maestros existentes, de cuyas capacidades humanas y profesionales desconfían.
Frente al insondable conjunto de problemas arrastrados durante demasiados años y dadas las inercias conservadoras, estos grupos de la sociedad civil tienen en mente una idea parcial, clasista incluso, acerca de las causas de la decadencia educativa, aunque en el discurso ofrezcan un cambio de paradigmas basado en la calidad, cuando hasta ahora las experiencias de las que vienen y sus conocimientos sustantivos parten de la enseñanza privada, cuyo crecimiento no basta para compararse con la dimensión estructural de la escuela pública, raíz y razón de ser de cualquier proyecto de verdadera reforma.
Para tales críticos, que se asumen como
contribuyentesde mentalidad estrecha, lo importante aquí y ahora es saber cuánto debería ganar un profesor y cómo despedirlo sin mayores trámites. A quienes seguimos estos temas sin conocimientos especiales, nos resulta intrigante que la preocupación de los gabinetes de investigación se dirija a los casos denunciables de corrupción, sin insistir demasiado en otras obviedades que pueden observarse a primera vista: se habla mucho de valores pero no está claro qué se quiere decir con ello, pues hay quienes predican una especie de regreso a la tradición de origen religioso que ve en la familia la célula fundamental de la sociedad; otros, en cambio, creen en la resurrección de los viejos principios revolucionarios que alentaron con vigor el despegue de la enseñanza popular en México, pero los hay también que, al fin imitadores, se aferran a las lecciones, a veces intransferibles, de la enseñanza en países con mayor desarrollo que el nuestro.
Lo cierto es que existen posturas diversas, como corresponde a una sociedad plural, donde la unidad nacional sólo se consigue admitiendo las diferencias y construyendo grandes acuerdos, capaces de poner bajo la lupa los temas que irremediablemente polarizan a la sociedad. Es imposible realizar la reforma educativa que el país necesita sin asumir los valores democráticos como guía para la transformación de muchas estructuras caducas, pero eso, pienso yo, no será factible si a la vez no se admite cuál es la realidad compleja en la que nos movemos. Pretender que la clave del éxito, en este y otros temas, es la aplicación de los criterios de la modernidad, asimilados como simple ideología que sacraliza las relaciones de poder y, con ellas, la insufrible desigualdad que hoy erosiona la cohesión social, es apostar al fracaso, a la incertidumbre y la desesperanza.
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