miércoles, 22 de julio de 2015

El heroico Gilberto Bosques

Elena Poniatowska
E
n la explanada de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE), rumbo a una ceremonia en honor a Gilberto Bosques, encuentro a la cineasta Lillian Liberman, quien llamó a Bosques gigante moral de una ética inquebrantable y filmó ocho entrevistas de miles de horas con él a los cien años e hizo un documental conmovedor y catártico: Visa al paraíso, en el que además del propio Bosques, hablan hijos de exiliados que abren su corazón por primera vez ante la cámara y agradecen a Bosques haberles salvado la vida.
Se sabe que don Gilberto fue quién influyó en el general Lázaro Cárdenas, gran presidente de México, para darles asilo.
El 20 de julio, corro (muy retrasada) hacia el busto que la SRE quiso dedicar a don Gilberto y recuerdo que hace años me invitó Mariana Yampolsky.
–Vamos a entrevistar a Gilberto Bosques. A lo mejor nos acompaña Leopoldo Méndez.
La casa de don Gilberto Bosques y de su hija Laurita Bosques Manjarrez en lo alto de Tetelpan miraba hacia el valle. Repleta de recuerdos de cargos diplomáticos que ejerció el gran embajador, se alineaban fotografías dedicadas de monarcas europeos, entre otros de la reina de Gran Bretaña en el momento en que le sonríe por todo lo que hizo para salvar vidas durante la Segunda Guerra Mundial.
Verdadera fuente de información histórica, Bosques, el último diputado sobreviviente de la Constitución de Puebla, cónsul de México en Francia en el momento de la guerra y más tarde embajador en Portugal, Suecia y Cuba, rehén de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, nos recibió detrás de su enorme escritorio y nos saludó a la antigua, besándonos la mano. Viejo guapo, erguido y lúcido, tras de él, a través de la ventana, se extendía el pasto verde del jardín como un manto benevolente.
Hoy, en 2015, veo que El País lo llama el Schindler mexicano. ¿Qué pensaría él de ese nombramiento? A los 98 años, cuando lo visitamos Mariana y yo, Gilberto Bosques era un hombre sano y entero, porque había llevado una vida de entrega a los demás.
Nunca su labor fue tan fructífera y valiente como en 1939, en que México recibía los miles de refugiados que escapaban de la persecución franquista y a la judía de la de los nazis. Don Gilberto fue el remero, el valiente quien los pasó en barco al otro lado del Atlántico. Antes también los ayudó a resistir la Francia de Vichy.
Gilberto Bosques no sólo fue quien arregló el salvoconducto a Anna Seghers, escritora alemana antifascista, quien participó en el Congreso de intelectuales en Barcelona, en Madrid y en París en 1938, sino que “en Francia se encontraron refugiados de todas las nacionalidades a quienes nosotros los del consulado mexicano ayudábamos.
Había dos clases de refugiados: los que necesitaban protección para quedarse y los que necesitaban protección para salir de Francia, generalmente israelitas. La persecución y la propaganda antijudía fue muy enconada en Francia, la Gestapo nos tenía a nosotros no sólo vigilados, sino acusados. Había que ayudarles a algunos inclusive cambiándoles el rostro. Llegaban los refugiados de noche con muchas precauciones, porque teníamos un gabinete de fotografía en el consulado del que se encargaba una muy buena fotógrafa española con un inmenso deseo de ayudar. Retocaba la fotografía, le ponía otro nombre y se salvaba una vida. El consulado daba su visa de entrada en México. A algunos les dimos refugio en el consulado cuando se vieron acosados por la policía, tanto la Gestapo alemana como la policía de Vichy y la policía japonesa.
–¿Japonesa, don Gilberto?
–Sí, japonesa. El consulado general ocupaba la planta baja y en el piso alto se encontraba el consulado japonés, que nos vigilaba estrechamente y nos denunciaba un día sí y otro también. La policía española de Franco también andaba tras de nosotros. Buscaban sospechosos o culpables, los perseguían, los aprehendían y los deportaban.
Estas policías, la francesa, la española y la tremenda Gestapo, escogieron a un grupo selecto de alemanes judíos para deportarlos: poetas, pensadores, políticos en contra de Hitler, y los llevaron a una prisión a la que no entraba ni el cura. A las pocas horas, cuando supimos de la razzia, llegamos a la conclusión de que lo único que había que hacer era impedir que los deportaran a Alemania. En Vichy, recurrí a mis amigos del cuerpo diplomático, embajadores de otros países y en una forma indirecta, no oficial, visité al nuncio y conseguí su apoyo. No pudimos comunicarnos con los apresados, pero todo el cuerpo diplomático hizo presión sobre el gobierno de Vichy para que no los deportaran. Afortunadamente, un yugoslavo Ludomir Illitch, muy distinguido y muy temerario, organizó la fuga; junto con dos compañeros se aventó encima del guardia y los otros pudieron correr. Se murieron cuatro intelectuales, pero una guerrilla protegió a los demás y los puso a salvo en un fortín. La mayoría se salvó y esto molestó muchísimo a la Gestapo. Años más tarde, Ludomir vino a Estocolmo como embajador de su país, Yugoslavia, y yo del mío y nos abrazamos. Pudimos después salvarle la vida a Franz Dahlen, conocido escritor alemán, al alto poeta Rodolfo Leonard, María Zambrano, Wolfgang Paalen, Marietta Blau, Ernst Roemer, Egon Erwin Kisch, Walter Gruen, Carl Aylwin, Federica Montseny, Max Aub, Manuel Altolaguirre, Abraham Polanco.
Alemanes, polacos, austriacos forman parte de las miles de personas que vinieron a México gracias a las gestiones del cónsul Gilberto Bosques, entre 1939 y 1942.
México rompió relaciones diplomáticas con el gobierno de Vichy y don Gilberto Bosques presentó la nota de ruptura. La Gestapo alemana tomó por asalto el consulado y confiscó ilegalmente el dinero que la oficina mantenía para su operación, así como documentos y salvoconductos. A Bosques, a su esposa María Luisa Manjarrez y a sus tres hijos y todo el personal del consulado, 43 personas en total, los alemanes los mantuvieron en el pueblo Bad Godesberg, en un hotel prisión.
“Pasábamos las noches en vela para embarcar a los refugiados en Marsella. Eran tres barreras de selección y una vez embarcados la policía subía a explorar hasta el último rincón del barco. Había un control civil, otro militar, otro policiaco, otro compartido por tres policías: alemana, francesa y la España franquista. A quienes no les permitían viajar, su vida se convertía en una tragedia porque los regresaban al campo de Miles, cerca de Marsella, al que llamaban campo de salida. A Max Aub lo saqué varias veces de un campo de concentración, primero del de Vernet y después del de Jelfa en África. Me dedicó su Diario de Jelfa, ya en México comíamos juntos; a Max Aub jamás lo vi triste, siempre hacía bromas.
“En Vichy sabían que estábamos del lado de los refugiados y nos trataban como a enemigos, pretendían infundirnos miedo y era un momento en que había que estar en la dimensión de las cosas y el miedo no sirve para eso. Gracias a nuestro trabajo diurno y nocturno y a nuestra insistencia se salvaron muchas vidas.
En Bad Godesberg, donde estuvimos prisioneros, veíamos la cantidad de luz de aviones sobre el río Rin y después los incendios de Colonia que oíamos a unos 20 kilómetros. A los aviones podíamos verlos caer cuando los enfocaban los grandes reflectores, es algo que jamás se me ha olvidado. Una vez, un avión pasó rozando el techo y cayó a unos 600 metros. Mi mujer, María Luisa, era tan valiente que decía que no bajáramos al refugio y viéramos el gran espectáculo del cielo iluminado. Ver las luces de las formaciones de aviones cruzando el cielo, sus sombras sobre el agua, los reflectores cruzándose en el espacio era mágico.
Por lo visto México tiene una historia diplomática heroica en algunas etapas gracias a hombres de la talla de don Gilberto Bosques, quien a sus 98 años representó lo mejor de nuestro gran país. Mariana Yampolsky y yo nos despedimos pensando que con hombres como don Gilberto México llevaba buen rumbo, pero, claro, eso fue en el tiempo de hombres que se jugaban la vida y no de funcionarios en vacaciones sexenales.

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