Octavio Rodríguez Araujo
L
os partidos de izquierda deberían saber que si las instituciones, incluidos los partidos y la representación política en sus diversas formas, pierden legitimidad, las formas alternativas de participación cobran mayor fuerza aunque carezcan de articulación nacional y de cierta permanencia más allá de coyunturas específicas. Esto es, si un partido de izquierda quiere crecer y contar con más votos en los momentos electorales, deberá por lo menos acompañar a los movimientos sociales auténticos (que no son todos, lamentablemente). Acompañarlos y hasta promoverlos será siempre ganancia para los partidos que se consideran de izquierda, incluso de aquellos que suelen privilegiar la acción electoral y que son competitivos, es decir, que tienen mayores probabilidades de triunfar.
Ha sido un error de muchos partidos de izquierda luchar exclusivamente por ganar el poder o compartirlo mediante elecciones, pues con éstas no se promueve la democracia participativa sino sólo la pasiva y formal, con lo cual se está ignorando que la población no sólo aspira a apoyar sino a formar parte de las decisiones que le competen. Los partidos pasan por alto que después de décadas de elecciones (auténticas o trucadas), la sociedad ya no está muy convencida de que sus representantes serán realmente tales y no personas que en los órganos de representación tomarán decisiones en su nombre pero sin consultarla previamente. Ciertamente no se les puede dar gusto a todos los ciudadanos, razón por la cual se inventó la democracia representativa, pero el logro de consensos entre sectores de electores puede significar la diferencia entre el divorcio de los políticos y la sociedad o el matrimonio incluso de conveniencia.
No es muy difícil, y menos con la tecnología actual, clasificar y agrupar las diversas demandas sociales, que ciertamente pueden ser muy variadas. Si haciéndolo se puede identificar con un partido a grandes conglomerados de ciudadanos, ya es ganancia para ambos conjuntos, para el partido y para dichos conglomerados. Sin embargo, no se hace más allá de discursos de campaña de candidatos bien asesorados. Pero ahí se quedan, como tantas promesas que se hacen para tratar de ganar votos. La decepción llega después, y junto con ella el desprestigio del partido de que se trate, y el desprestigio, también creciente, de los órganos de representación en la esfera del Estado (tal vez sería conveniente la lectura de Peter Mair, Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental, Madrid, Alianza Editorial, 2015).
Cometen un error quienes proponen que hay que ganar votos a como dé lugar, incluso con alianzas amplias que por lo mismo no ofrecen nada concreto salvo ganar. La pregunta es para qué. ¿Para sacar al PRI de Los Pinos, como decía Vicente Fox en su campaña? Poca cosa, pues, ¿qué garantiza que, por ejemplo, una alianza del PRD con el PAN, que se ha estado mencionando, será menos autoritaria en el poder que el PRI, menos corrupta que éste, más sensible a las demandas populares, más democrática, si el PAN ya demostró que es peor que el PRI e igualmente corrupto? ¿Y qué podríamos decir de la congruencia que se supone debe tener la izquierda con sus principios y programas?
Una de las diferencias entre los auténticos partidos de izquierda (aunque no sean socialistas) y los de derecha, es que los primeros deben comprometerse no sólo con la nación y su soberanía sino con las demandas y necesidades de la mayoría de la población, castigada igual por los gobiernos priístas y los panistas.
Si un gobierno no mitiga las desigualdades sociales o las acentúa por medio de sus políticas y sus omisiones, es de derecha, diga lo que diga en su propaganda. El grueso de la población detecta esto fácilmente, pues incluso lo siente al comparar su situación con la de otros o al tratar de estirar sus ingresos para satisfacer sus necesidades básicas. Pero si un gobierno que se dice de izquierda (o
progresista) hace lo mismo, la decepción en la población es peor y el desengaño la lleva, con frecuencia, al voto de castigo en los siguientes comicios, aunque con éste le dé el triunfo a la derecha, como ha ocurrido el domingo pasado en Argentina, pero también en otros países, y en el nuestro. Lamentablemente, para mucha gente que no tiene una alta conciencia política, es frecuente que la idea de cambio de personas y de partido, aunque sean similares, les genere nuevas expectativas y fantasías de mejoría en su situación. ¿De qué otra manera se podría explicar que voten por quienes debieran ser sus enemigos? ¿Castigo autoinfligido y masoquismo, o simple enajenación al mito de la alternancia por la alternancia misma?
Por otro lado, quienes llevan a cabo manifestaciones de descontento, quienes sacrifican parte de su tiempo por participar y hacerse oír, quienes quieren influir en las políticas de gobierno que les perjudican, todos ellos, deberían saber que sin organización no coyuntural y que sólo moviéndose como grupos de presión desarticulados (en el tiempo y en el espacio), no sólo consiguen muy poco, cuando logran algo, sino que le hacen el juego sin querer al poder instituido que, ante la imposibilidad de homogeneizar a los gobernados, les permite expresarse para darle a la sociedad una válvula de escape al mismo tiempo que los criminaliza y los reprime de vez en cuando como para recordarles que el Estado es el Estado, que las leyes son sus leyes y que los jueces también son suyos (por eso les pagan tanto).
En esta lógica serían los partidos de izquierda los llamados a articular y organizar la protesta social, atendiéndola y encauzándola, no cooptándola. De hacerlo, pronto verían, incluso por las reacciones del poder en su contra, que sólo así se disputa de veras el poder para cambiar el régimen político y la manera de hacer las cosas.
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