a puesta en marcha de La Jornada se gestó en un local de la calle de Durango que consiguió Miguel Luna Pimentel, mi difunto tocayo. Acudí allí en julio de 1984 a presentar un examen para una plaza de redactor de información internacional en la publicación en ciernes y al salir me encontré a Payán. Lo había visto dos o tres veces en el unomásuno, donde colaboré con la sección de historietas que había dirigido Magú, el másomenos, y me reconoció. Había estacionado mi viejo Rambler frente al local, justo detrás de un Vocho aún más viejo y destartalado. Mi sorpresa al despedirnos fue que él se subió a ese coche. Puse el motor en marcha y por deferencia, esperé a que se moviera primero, pero su cacharro gimió y se negó a arrancar. Payán se bajó con un gesto de fastidio y se dirigió a mí.
–¿Para dónde vas?
–Adonde usted vaya –le respondí–. Súbase –y me apresuré a subir el seguro de la puerta del copiloto.
–Pero háblame de tú –me dijo al abordar–. Voy a Contreras. ¿Te queda?
–Sí –le dije–. Yo también voy hacia el sur.
Así empezó una relación de trabajo, colaboración, amistad, afecto y aprendizaje que me marcó la vida.
* * *
No sé en qué momento los dos Carlos se hicieron amigos. Debe haber sido poco después de que el magnate se compró Teléfonos de México, porque estaba angustiado: los bancos pretendían cobrarle un dineral en comisiones por los pagos en ventanilla de los recibos telefónicos y no encontraba la solución. Payán se la dio:
–Abre una cuenta de ahorro en cada banco –le dijo– y dices a los usuarios que hagan sus pagos depositando la suma de su factura a esa cuenta, poniendo su teléfono como número de referencia de la transacción. No sé si Slim puso la idea en práctica, pero entiendo que sólo con mencionarla los bancos doblaron las manos y redujeron sus pretensiones desmesuradas. Años después, el empresario, admirado por la habilidad de Payán para resolver asuntos administrativos y empresariales, le preguntó:
–¿Quién les enseño a ustedes tantas cosas?
–El hambre –respondió Payán.
* * *
Cuando supo que el padecimiento de Cristina, su compañera y madre de sus hijos, era irremediable, Payán buscó a los músicos jarochos a los que ella había cobijado y alentado en los memorables fandangos que organizaba como directora del centro cultural del ex convento de Culhuacán. Decenas de artistas atendieron el llamado y la casa en la que ambos vivían, en Contreras, se llenó de jaranas, arpas, guitarras de son, panderos, quijadas de burro, marimboles y hasta tarimas de zapateado y los sones retumbaron sin interrupción durante días hasta que Cristina se murió.
En el funeral corrí a abrazarlo. Tenía un gesto de pesadumbre, pero parecía tranquilo a pesar de la enormidad de la pérdida.
–Estoy bien –me dijo con una discreta sonrisa–. Estoy entero.
Aprendí entonces que el dolor por el fallecimiento de un ser querido es menos devastador cuando se le ha ayudado a bien morir.
* * *
Hacia mediados de 1986 me compré una computadora Commodore 64 y se me ocurrió llevarla al periódico y mostrársela a Payán.
–Mira –le dije–. Son baratas y podrían sustituir a las máquinas de escribir en la redacción. Así podríamos prescindir de las máquinas de escribir, del papel y del papel carbón, hacer las correcciones en pantalla y cerrar la edición más temprano.
Payán era un convencido de la necesidad de la modernización tecnológica y no lo pensó dos veces.
–Está bien –me contestó–. No sé si esos sean los aparatos que necesitamos, pero hay que empezar a trabajar en el tránsito a las computadoras. A partir de mañana dejas de ser redactor y serás asesor de la dirección. Te vas a encargar de la tarea.
Creo que fue una decisión equivocada de su parte, pero tal vez no tenía a la mano a alguien menos contraindicado que yo para hacerse cargo de la tarea. Al cabo de dos años, no sólo habíamos desechado como fierro viejo las máquinas Olympia sino que los formadores empezaban ya a diagramar en pantalla las páginas de La Jornada. Pero eso fue posible porque Payán empujó el proceso a pesar de las limitaciones materiales, a contrapelo de los arraigados hábitos de trabajo del gremio y por encima de mi total ineptitud como jefe de sistemas.
* * *
Desde antes de la insurrección zapatista de 1994, la oligarquía chiapaneca ya odiaba a Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de las Casas, porque lo consideraba sedicioso. Tras el alzamiento, el religioso sufrió varios atentados. Pero antes de que el EZLN apareciera en la escena pública, unos finqueros organizaron una agresión contra su vida que no llegó a concretarse. En una reunión de finqueros prendió la idea de venadearlo en uno de sus recorridos por las comunidades más pobres de Chiapas y hasta se fijó fecha y hora. Habilitado como mesero, un trabajador de la finca donde transcurría el encuentro escuchó todo, esa misma madrugada se dio a la fuga y de alguna manera, a las 8 de la noche del día siguiente, terminó en la oficina del director de La Jornada y le contó todo.
Payán sopesó la situación y actuó rápido. Pidió una llamada con el secretario de Gobernación, que era en ese entonces Patrocinio González Garrido, chiapaneco y amigo de los conjurados.
–Señor secretario, necesito que me reciba en su despacho ahora mismo. Debo comunicarle en persona algo de suma urgencia.
El funcionario se mostró renuente pero tuvo que ceder ante la insistencia del impertinente interlocutor. Éste se llevó consigo a los primeros tres colaboradores del diario a los que encontró camino a la salida y les ordenó que lo acompañaran. Ya en el auto, les dijo:
–Les voy a pedir algo muy simple. Quiero que estén un rato parados en la calle, en un punto preciso de Bucareli. Yo pasaré a recogerlos.
Sorprendidos, acataron la instrucción y pocos minutos después bajaron del auto en la acera de enfrente del Palacio de Cobián. Payán siguió en el auto hasta la entrada del edificio, en la calle de Abraham González. Lo hicieron pasar y, tras una breve antesala, el secretario de Gobernación lo recibió de mal humor.
–Espero que se encuentre aquí por una razón realmente importante.
–Pues sí –le contestó Payán–. Es que me enteré de que fulano, zutano y perencejo piensan asesinar a don Samuel Ruiz y vine a ponerlo al tanto.
–Imposible –replicó el funcionario, con indignación real o fingida–. Los conozco personalmente y sé que serían incapaces de…
–Señor secretario –lo interrumpió Payán con voz suave–: venga conmigo al balcón de su despacho.
Cuando Patrocinio se asomó por la ventana a indicación de su huésped, éste le señaló a tres personas.
–Esos tres que usted ve ahí saben que yo estoy aquí y ya saben que usted sabe que hay planes para matar al obispo. Si no hace nada para impedirlo, usted va a estar en problemas. Por mi parte, es todo. Buena noche, señor secretario.
Y Payán se retiró del lugar dejando al funcionario con la palabra en la boca, y algo tuvo que hacer éste para abortar el atentado. El hecho no trascendió y creo que ni el mismo don Samuel supo que esa noche Payán le salvó la vida.
* * *
Payán era de trato amable y cálido, pero cuando se encabronaba podía ser realmente jupiterino. En La Jornada se estaba viviendo un mal día desde temprano y ya para la hora de la junta editorial, a las 5 de la tarde, el director la presidía con ojos de ni me toques
. Las cosas empeoraron y hacia las 9 de la noche convocó a su oficina a cinco o seis personas que teníamos alguna responsabilidad en algún problema con la edición y nos puso una santa cagotiza. Luego puso fin a la reunión ordenándonos que nos fuéramos a hacer nuestro trabajo y cuando yo estaba levantándome de la mesa de juntas, me detuvo con una mirada.
–Tú te esperas –me dijo con voz gélida.
Supuse que me iba a echar del periódico y que pensaba hacerlo en privado, porque él, por enojado que estuviera, era respetuoso de la dignidad de las personas. Luego me condujo a un cuartito a un lado de su oficina donde reposaba por momentos y hasta se cambiaba de ropa. Me hizo tomar asiento, buscó entre unos papeles y para mi sorpresa, me leyó un poema de su autoría.
–¿Te gusta? –preguntó al terminar.
–Es muy bueno, pero creo que tiene tres o cuatro problemas con la prosodia –le respondí, dispuesto a vengarme por el mal trago.
–Llévatelo y mañana me traes unas sugerencias –dijo, al tiempo que me entregaba el papel–. Si no fuera por la poesía, estaríamos jodidos.
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