viernes, 2 de julio de 2010

Atenco

“El último día tras las rejas puede ser el más largo para un preso”

Blanche Petrich, enviada

Periódico La Jornada

Viernes 2 de julio de 2010, p. 3

Almoloya de Juárez, 1º de julio. El último día de cárcel puede ser el más largo para un preso. Sólo los que han pasado por esta experiencia pueden calibrar el lentísimo paso de los segundos cuando se está en esas circunstancias, cuando lo que separa a uno de la libertad y los abrazos de los seres queridos son sólo unas rejas más, unos cuantos candados y un último tramo en el laberinto del papeleo judicial.
Quienes han sufrido “los golpes arteros que puede dar el poder” –como llama al sistema judicial Jacobo Silva, ex guerrillero del ERPI que pasó ocho años en penales de máxima seguridad– conocen de las dudas que atormentan las horas inciertas del trayecto que puede devolverle a un reo la libertad o regresarlo a su celda.
“La mejor defensa es aferrarse siempre a lo peor. Así no hay modo de desilusionarse”, dice Silva. Él y su esposa, Gloria Arenas, también ex presa, participan en el grupo de activistas y solidarios que se instalaron desde el miércoles en la tarde en el acceso del penal de máxima seguridad del Altiplano, en Almoloya de Juárez, con la esperanza de saludar el momento de la liberación de los tres dirigentes del movimiento popular de Atenco.
La espera suma horas; la noche entera, la madrugada y el resto del día, un segundo anochecer de lluvias heladas y tercas tertulias para no desesperar, mientras los poderes estatal, federal y judicial forcejean y juegan con el cumplimiento de la justicia. Las noticias se contradicen empujando al colectivo por una montaña rusa de emociones: ilusión, emoción, ansiedad, escepticismo, desengaño y amargura. Para retomar tercamente la esperanza.
Otro que sabe de este tramo que puede abrir la puerta a la libertad o convertirse en trampa del sistema judicial, y que comparte su vivencia, es Antonio Cerezo, quien cumplió una condena de siete años acusado por la detonación de artefactos explosivos en una sucursal bancaria.
“Cuando mi hermano Héctor y yo íbamos a salir por cumplimiento de sentencia, nos sumaron tres días más a la cuenta. Ya en los trámites finales, después de los exámenes médicos, de las huellas digitales y los últimos papeleos, la funcionaria nos preguntó a bocajarro: ¿Qué pasa si les digo que siempre no van a salir? Le contestamos que no pasaba nada, que estábamos preparados para todo, hasta para lo peor. Quedó incrédula. Le rompimos su juego perverso”.
En la hora más fría del alba se escuchan no muy lejos, desde el interior del penal, los ladridos furiosos de varios perros. “O es uno que está ingresando o uno que van a sacar”, comenta Jacobo Silva. Los que han estado presos en Almoloya –y ahora están afuera para contarlo– entienden de lo que se trata.
“Cuando uno ingresa, pasa por un portón que debería decir: este es el infierno. Al preso, que han obligado a desnudarse, le esperan dos jaurías: una de rottweilers embravecidos, entrenados para aterrorizar. Los contienen a pocos centímetros de nuestros cuerpos. Ladran tan cerca que se siente el vaho de su aliento en la piel. La otra es la jauría humana. Ésa está entrenada para intentar despejar al hombre de su dignidad”.

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