Pedro Miguel
Sin registro oficial ni prerrogativas, el mayor partido político de México colmó el Zócalo capitalino el domingo pasado. Fue una concentración tumultuaria pero pacífica, lejos del optimismo desbordado del primer semestre de 2006 y lejos de la rabia que florecía en las movilizaciones de los meses siguientes. Las hordas felices o iracundas de exaltados cívicos, dispuestos a darlo todo por la patria, se han ido convirtiendo, en estos años amargos, en un conjunto de ciudadanos que comprendieron la necesidad de volverse políticos ad honorem. Fue un encuentro de decenas de miles de políticos, bisoños en su gran mayoría, que escuchan, informan y discuten sobre asuntos de programa, de organización, de logística, de capacitación.
La conversión ha requerido de años de trabajo pero el resultado –siempre parcial, siempre insuficiente– está a la vista: las 32 representaciones estatales trabajan e informan a sus pares de la labor realizada. Tal vez el conjunto de los medios y la cáscara de lo que fuera la clase política formal tendrían que sorprenderse, pero no: se han repetido muchas veces ante el espejo las consignas de que el señor López ya se quedó solo (por extremista y radical, quién le manda) y que dilapidó su capital político en marchas y plantones. A fuerza de pronunciar esos mantras, han terminado por creérselo: para ellos esto es un nuevo desplante demagógico del cabecilla mesiánico. Lo sustancial sigue siendo el tema de la marca de los tenis del hijo o, a lo sumo, el cerco de las hordas primitivas y caudillistas contra el castillo de una democracia transparente, respetuosa de la legalidad y garante del derecho a la vida. Los guaruras de opinión seguirán defendiendo ese bastión a a capa y espada y pluma bien pagada.
Y como la República Formal ya no se sorprende de nada –cómo va a escandalizarse con el secuestro de Fernández de Cevallos si ella misma lleva 20 veces más tiempo de secuestrada–, los únicos sorprendidos serán los propios zocaleros, esos que por necedad pura o por sentimentalismo (éste es ya el nuevo ángulo de ataque) se niegan a “vivir mejor” bajo los términos del calderonato, es decir, a relajarse y disfrutar las migajas de país que se les asigne.
Motivos para el asombro: haber resistido a cinco años de acoso oficial implacable (del desafuero en adelante) y seguir aquí; haber construido, a pesar de todo, una organización que constituye un desafío real al poder público (eso es muy fácil para un cártel del narco, pero arduo y a veces imposible para un movimiento social, una comunidad indígena o un sindicato independiente); y algo impensable hace tres años: aceptar que el tránsito por la institucionalidad electoral podrida sigue siendo, con todo, el atajo menos costoso para la recuperación del país.
Sí, la vocación de fraude electoral del binomio PRI-PAN es progresiva, e incurable, pero hay que encararla. Sí, la soberanía del PRD no reside en su militancia sino en el Tribunal Electoral (los defraudadores de 2006, socios, por lo demás, de Acción Nacional Revolucionaria Institucional, Inc.), pero esa circunstancia debe remontarse. Sí, el adversario electoral controla (o es controlado por) el arsenal de los medios, de los presupuestos públicos, de la PGR, de las computadoras hildebrándicas del IFE y de los cañonazos de 50 mil pesos y, a como van las cosas, de los escuadrones de la muerte que igual pueden usarse para combatir a narcos adversarios que a disidentes políticos. Salvo el último, esperemos, los oligarcas emplearán a fondo esos recursos a fin de evitar que llegue a la Presidencia un proyecto político que es un peligro para sus chequeras.
Pero la vía electoral, a pesar de sus miserias, sigue siendo, parece ser, la forma menos costosa de recuperar la institucionalidad y de rescatar un país que el régimen oligárquico está reconfigurando a balazos.
El programa es de sentido común y tiene una amplia vocación de convocatoria. Nadie habló de implantar soviets sino de ver que los funcionarios no roben, que los ricos paguen impuestos y que el Estado se responsabilice de las necesidades básicas de la población. Como en Alemania y en España.
El principal partido de México –lo es, si se les descuenta a otros las militancias compradas, los difuntos en el padrón y el músculo presupuestal– no tiene todavía nombre ni estatutos formales, y menos registro o presupuesto. Pero, consultadas sus bases sobre la pertinencia de ir a los comicios, no por gusto electorero sino por necesidad, y seguramente en alianza con los partidos de la izquierda nominal, respondieron “vamos”.
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