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miércoles, 28 de marzo de 2012
El amor en la República
Enrique Dussel
La palabra amor es sumamente ambigua, puede decir lo mejor y lo peor, pero no por ello hay que entregarla a los que la ensombrecen, ensucian, desacreditan. Si expresa también lo mejor habrá que meditar por qué.
En efecto, la vida en la Tierra desde hace miles de millones de años fue evolucionando, hasta llegar a los seres vivos con sistema nervioso, con un cerebro cada vez más poderoso. El cerebro humano tiene un sistema de conocimiento (neocortical) y un sistema afectivo (el sistema límbico). El primero nos permite captar lo que el medio es para poder manejarlo en vista de la vida, de la sobrevivencia, de su crecimiento. El segundo, en cambio, nos mueve, motiva, nos da el poder de efectuar ese mismo conocimiento, y todos los actos humanos, desde el comer, el beber, el pensar, el decidir práctico, el organizar sistemas culturales, económicos o políticos. El amor es un sentimiento, una emoción, una pasión y hasta una virtud. Lo que no se ama no es querido, no puede entonces realizarse, efectuarse, llevarlo a la existencia. B. Spinoza nos hablaba de pasiones negativas (por ejemplo, el odio) y de pasiones positivas (el amor). A. Smith tiene una obra sobre Teoría de los sentimientos morales que describe la simpatía (padecer el sufrimiento del otro) en un lugar central, aunque por desgracia no tan importante como el amor a sí mismo: self love).
En la situación de pesimismo, de temor, de violencia, de depresión, de injusticia, de pobreza que se encuentra nuestro país, no viene mal desplegar un horizonte distinto, positivo, de cierta esperanza (tan estudiada por Ernst Bloch, de la corriente marxista cálida). Bienvenida la consigna.
De lo contrario seguirá reinando el odio. El odio es un sentimiento oscuro; quien odia se alegra, es verdad, pero del mal, del sufrimiento, de la derrota del otro. Pero aún más se entristece cuando el otro es feliz, triunfa, se realiza. Es una pasión destructiva. En política produce un ambiente de temor, de inmovilidad, de desconfianza que produce en todos los actores una debilidad infecunda. Su corolario, como acción consecuente al odio, es la venganza: “ojo por ojo, diente por diente”. Y así comienza el asesinato mutuo bajo la consigna: “¡Yo soy porque tú no eres!” (entre otros ámbitos, propio de la competencia en el mercado capitalista).
Por el contrario, el amor es expansivo, creador, abre las venas y la sangre irriga el cerebro: imagina un futuro mejor, intenta reparar las injusticias pasadas, abre un presente de esperanza y novedad. Tiene tristeza, pero del mal, el sufrimiento que sufre el otro. Le alegra cuando el otro triunfa, cuando es feliz, cuando le va bien. Es más, obra, lucha, trabaja para que la comunidad crezca. K. Marx, en su examen de bachillerato a los dieciocho años, escribió que elegiría la profesión por la que pudiera “hacer feliz a la mayor cantidad de gente”. Ése es un gesto de inmenso amor. El que ama no es vengativo, sino que sabe perdonar 2. El perdón es el no atribuir la falta al victimario del mal recibido (la víctima es la que perdona); es borrar la culpa del otro (por el mal que me ha hecho), a fin de que habiendo recobrado la inocencia (y no sintiéndose acusado, aunque sí agradecido por el don del perdón) pueda trabajar junto a la comunidad por una causa justa futura. El que perdona es magnánimo (es la subjetividad de los “grandes” hombres y mujeres); el enlodado en su odio tiene un espíritu egoísta, estrecho, donde germina lo tenebroso y lo bajo; no puede ejercer el noble oficio de la política, sino algo que aparece equivocada y frecuentemente como política, y son las acciones burocráticas fetichizadas por puro amor a sí mismo o a su clan que promueve la actual corrupción de lo público, de lo común, que es por desgracia la política rastrera que en mayor medida se cumple entre nosotros.
Deberíamos leer con detenimiento el gran “himno al amor” de Pablo de Tarso, hoy de moda en la filosofía política en Europa, Estados Unidos y en algunas universidades de América Latina: “Ya puedo hablar las lenguas de todos los hombres… que si no tengo amor no paso de ser un campana que retiñe y unos platillos estridentes. Ya puedo hablar inspirado y penetrar todos los secretos y todas las ciencias; ya puedo… dar todo lo que tengo, ya puedo dejarme quemar vivo, que si no tengo amor de nada me sirve. El amor es paciente, es afable; el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es burdo ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuenta del mal, no aprueba la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, confía siempre, espera siempre, aguanta siempre”. El imperativo sería: “¡Yo soy, porque tú eres!”
¿No es esto demasiado ingenuo? ¿Dónde queda la lucha de clases, el odio a la burguesía, a los explotadores? En la política hay momentos y momentos. En la exacerbación de la violencia y el odio… ¡sea bienvenido el amor! En el momento de paz, abundancia, felicidad, orden… deberemos recordar el dolor de los oprimidos, de los explotados, y deberemos echar mano de otras pasiones, como la indignación, la ira contra la injusticia y la lucha contra los dominadores. En este momento político del 2012 nos viene a la memoria el caso de Nelson Mandela.
El gran líder sudafricano, fundador de un partido de izquierda en su país, fue injustamente puesto en prisión durante 27 años. Pudieron ser años de rumiar un infinito odio a los que lo habían encarcelado. Liberado por la presión nacional e internacional, nadie lo hubiera criticado si hubiera hecho juzgar duramente a los “blancos”, minoría y opresores de la raza africana, y remitido a la misma cárcel que había sufrido. Pero Mandela, en un gesto político de inmensa magnanimidad, amor y grandeza, perdonó a sus oponentes políticos. Con ello selló una fraternidad constitutiva mínima de la política. Todos en Sudáfrica, hasta los “blancos”, lo consideran el padre de la patria; con esta actitud fundó Sudáfrica.
Hoy, en México, necesitamos en primer lugar muchos Mandelas; después vendrán los grandes críticos y los constructores de la revolución que hay que construir sobre las ruinas que pisamos cotidianamente en nuestras calles y campos, en ciudades, aldeas, valles y montañas.
El amor en la República es el punto de partida. Y así como se titulaba la obra del gran filósofo árabe Alfarabi, allá por el siglo XII en Bagdad, La ciudad virtuosa (de la que tanto aprendió Leo Strauss), ¿por qué no una República amorosa? Sería el antídoto a la República odiosa en la que estamos viviendo en el presente.
1 Filósofo.
2 A Pinochet no se lo puede perdonar, pero tampoco odiar. Hay que exigirle cumplir con el justo castigo por amor a las víctimas.
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