Gustavo Gordillo
Dos datos que aparecen en todas las encuestas son decisivos en el inicio de las campañas electorales presidenciales: la ventaja consistente de EPN y, más importante aún, el 30 por ciento de indecisos. Contándolos la encuesta GEA-ISA da un margen de 17 puntos entre el tercer y el primer candidato –considerable pero menor a los 27 puntos de diferencia si se eliminan a los indecisos como se presentan a veces las encuestas de intención del voto.
Respecto del primer elemento es útil recordar que en los años 80 un destacado economista de MIT, Rudiger Dornbusch escribía sobre el papel que tenían las expectativas en mantener y profundizar la inercia inflacionaria, así como la posibilidad de utilizarlas para romper esas tendencias. En el terreno político el manejo de las expectativas fue un factor clave de la hegemonía priísta. Combinaba el sentido de invencibilidad del partidazo y una oferta de estabilidad económica y política. En tanto se alcanzó lo segundo se reforzó lo primero.
Desde hace más de un año esa ha sido la apuesta central en la construcción de la candidatura de EPN. Reforzar la idea de que el triunfo es inevitable para que los posibles competidores y sus seguidores se desmoralicen y entreguen la plaza antes del primero de julio. Esta apuesta juega además a desanimar la participación electoral, lo cual ocurrirá si los resultados finales se intuyen que rondarán en torno a las cifras con las cuales comienzan las campañas.
Me parece que la decisión clave desde las elites tiene que ver con un dato que muestran contundentemente las encuestas: la segunda opción de los electores del PAN y del PRD es mayoritariamente el PRI. Así que si caen las preferencias de cualquiera de esos dos partidos el que se beneficia es el PRI con el llamado voto útil. Aquí está el meollo para tener una elección competitiva entre tres. De ahí la importancia para ambos candidatos y partidos de no dejar que caigan las preferencias de ambos. Si ambos candidatos deciden celebrar debates públicos, más allá de los establecidos como mínimo, podrían forzar a más debates entre tres. Las preguntas a los candidatos presidenciales elaboradas por un grupo plural de personalidades ayuda enormemente en esta dirección.
El otro camino complementario tiene que ver con cuál sería la manera más eficaz de incidir en las campañas electorales, desde abajo. Y aquí cobra relevancia el 30 por ciento de indecisos. Cualquier acción beneficia a alguien. El voto nulo y la abstención al candidato que aventaja, el voto útil con los datos actuales también.
Por ello creo que habría que cambiar de terreno, priorizando más en el ámbito de las elecciones legislativas. Se buscaría no darle a ningún partido la posibilidad de gobernar sólo. Habría que buscar deliberadamente que ningún partido tenga mayoría legislativa. Desde luego esta es una alternativa para aquellos que están entre el 30 por ciento de indecisos porque ninguna opción partidista les satisface.
En ese caso la segunda mejor opción sería forzar a todos los partidos a establecer coaliciones entre sí y con expresiones no-partidistas, para gobernar. La gravedad de la situación del país obligaría a ello. Pero ya hemos visto que desde 1997 los tres partidos se niegan a ello y los que triunfan gobiernan como si hubieran ganando con mayorías absolutas.
Una posibilidad se presenta con la enorme cantidad de candidatos y candidatas propuestas como consecuencia de negociaciones internas que o tienen un negro historial o claramente son candidaturas –como ocurrió con muchas candidatas incorporadas a último momento- no idóneas para desempeñarse en el Congreso. Hacer una lista de impresentables y convocar desde el activismo ciudadano a no votar por ellos podría transportar un doble mensaje: los partidos deben pensar más en los ciudadanos independientes y dos, el activismo ciudadano puede en ausencia de otras opciones jugar la carta del veto.
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