Bernardo Bátiz V.
A
los ojos de la opinión pública está dando el Congreso mexicano un espectáculo penoso; causa grima ver cómo se legisla en estos tiempos en nuestro país, da pena apreciar cuál es el concepto que tienen muchos legisladores de ellos mismos y del importante cuerpo colegiado del que forman parte.
No quisiera hacer la comparación, pero por las notas y declaraciones de los legisladores y sus jefes, que no debieran tenerlos, hay momentos en que nuestro órgano legislativo se acerca o parece un mercado o zoco de regateos, búsqueda de conveniencias personales, negocios lucrativos, pugna de intereses diversos y olvido total del papel histórico y la alta responsabilidad que tienen.
El punto principal para entender cómo se debiera legislar, radica en la misma Constitución, que define a los representantes populares como representantes de la nación (artículo 51 constitucional) no de sus gobernadores, ni de sus estados, tampoco de sus partidos, ni siquiera de su clase social a la que también frecuentemente traicionan; representar a la nación significa que sus determinaciones y votos en comisiones o en el pleno deben estar orientados a beneficiar o defender el interés superior de la comunidad política y sociológica que es la nación; se debe legislar tomando en cuenta cuál es el interés común; el bien común que debe estar por encima del interés de un grupo, de un partido y aun del interés de un sector de la colectividad.
Lo que vemos y oímos hoy es que la fórmula de los legisladores para aprobar, modificar o rechazar los proyectos de ley, en especial los que llegan del Poder Ejecutivo o son de su interés, pasa por la negociación entre cúpulas partidistas, en segundo término, la negociación entre representantes de los grupos parlamentarios y, en última instancia, ya que lo importante se resolvió, someter a votación previamente acordada y contabilizada, el proyecto que se convertirá en ley.
Recordemos, cuando los representantes que fueron convocados por Luis XVI en 1789 se reunieron en Paris para formar parte de los Estados Generales, los diputados del estado llano, dicen los historiadores, llegaban de sus lejanas provincias de Bretaña, de Normandia, del Langue D’oc y de todo el resto del reino, trayendo en sus alforjas las instrucciones de sus parroquias y aldeas escritas en los cahiers, en los que cada uno de los cuidadosos y comprometidos representantes populares, habían apuntado para no olvidarlos, problemas y peticiones de quienes los eligieron:
Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que los intereses singulares y locales quedaban en un segundo plano cuando en la Asamblea Nacional se trataban los grandes intereses de Francia, así pronto, renunciaron a ser gestores de los pequeños problemas locales para asumir la importante responsabilidad de
ser la naciónque sentían en ellos encarnada.
En México, especialmente en este tiempo, parece que se ha olvidado este principio fundamental del parlamentarismo, esto es, que los parlamentarios son representantes del todo de la sociedad y no de sus partes, que son en cierto sentido, la nación; podemos hoy agregar que mucho menos deben sentirse obligados o aceptar, defender intereses particulares de los destinatarios de la ley; el ejemplo más evidente y que debiéramos considerar como trágico, es el de los diputados y senadores que en la picaresca política son conocidos como la telebancada.
Tampoco es aceptable y se debe rechazar tajantemente que los llamados lobistas o cabilderos tengan un espacio oficializado y reconocido en la legislación parlamentaria; los intereses que estos personajes bien pagados y corruptores de los procesos representan, no tienen cabida legítima en el derecho parlamentario.
En alguna legislatura de la que formé parte, supe de los primeros avances de estos personajes que buscaban convencer a legisladores para que se abrieran casinos y casas de juego. Muchos rechazamos el procedimiento y la propuesta, pero otros abrieron el camino a los cabilderos aceptando comilonas, viajes y quizás otros obsequios o dádivas que éstos distribuían para convencer a quienes deberían de tomar las resoluciones.
El procedimiento correcto es presentar la propuesta de la comisión respectiva ante el pleno para que en él, con oradores en pro y en contra, en lo general y en lo particular, se discutan los asuntos y luego, con toda libertad, en conciencia y con conocimiento pleno del asunto de que se trata, los legisladores voten aprobando o rechazando lo que discutieron.
Esta forma pareciera en nuestros días anacrónica y no lo es, responde al principio de la representación nacional de los legisladores y también al de la libertad plena que deben tener al momento de votar, contraria a la inmoral práctica de comprometer su voto de antemano y antes del debate honrado y abierto, sea esto por razones políticas o peor aún por un pago.
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