Pedro Miguel
A
ngela Merkel está bajo fuego. Varias organizaciones de derechos humanos la denunciaron por su presunta complicidad, por acción u omisión, en las actividades de espionaje realizadas por la estadunidense Agencia Nacional de Seguridad (NSA) en Alemania y el Premio Nobel de Literatura Günter Grass dijo de ella que no está en condiciones de ejercer la soberanía nacional. Muchos alemanes están sorprendidos ante la tibia reacción de la canciller al hecho de que su propio teléfono celular estaba intervenido por el gobierno de Washington, e indignados porque Merkel no ha tomado medidas ante la intrusión estadunidense en la privacidad de millones de ciudadanos. Por décadas, los alemanes del oeste se escandalizaban con la opresiva vigilancia policial de la Stasi (Ministerio para la Seguridad del Estado) a la que se encontraban sometidos los habitantes del este. Ahora se descubren víctimas de una supervisión mucho más implacable y omnímoda. Varias situaciones de la memorable película La vida de los otros bien podrían volverse a rodar con un empleado estadunidense de inteligencia en el papel del agente de la Stasi.
Ante la revelación de que había sido víctima de un espionaje masivo, estructurado e injustificado, el gobierno alemán hizo algo más que el mexicano (el cual se limitó a solicitar
una investigación) pero no lo necesario para cumplir con sus propias leyes ni con las fundadas exigencias de la sociedad. Merkel no tuvo los reflejos ni la firmeza de su colega brasileña, Dilma Rousseff, quien, tras enterarse del fisgoneo estadunidense en su contra, adoptó medidas radicales: entre otras, sacó de su agenda una visita de Estado a Washington que ya estaba programada y canceló la compra multimillonaria de aviones de combate Boeing F-18 para optar por los aparatos Grippen NG, de fabricación sueca.
La verdad es que, por sí mismo, el espionaje estadunidense merecería respuestas mucho más fuertes. Lo ilustraba hace unos días, en La Habana, el presidente Rafael Correa, al preguntarse cómo habrían reaccionado los medios occidentales –
esos medios de destrucción masiva, dijo– si los autores del espionaje mundial hubieran sido los gobiernos de Rusia o de Cuba. En otras circunstancias, el descubrimiento de nidos de espionaje han dado lugar a congelación o ruptura de relaciones bilaterales.
La diferencia, en este caso, es que las víctimas no han sido alertadas por sus propios servicios de contra inteligencia, sino por la acción de individuos aislados o de pequeñas organizaciones que han creído necesario informar a la opinión pública de las actividades delictivas de Estados Unidos. Tres de ellos, Chelsea Manning, Julian Assange y Edward Snowden, han sufrido una implacable persecución judicial que ha llevado a la primera a la cárcel, mantiene al segundo refugiado desde hace más de un año en la embajada de Ecuador en Londres y tiene al tercero anclado en Rusia, en situación de asilo temporal.
Los gobiernos afectados por los delitos, las intromisiones y las vigilancias subrepticias de Washington habrían debido reconocer, en primer lugar, los enormes servicios que esos tres perseguidos han prestado a su soberanía y su seguridad. Como lo apuntó Grass, lo menos que debería hacer Berlín es ofrecer a Snowden un asilo seguro. Más aún, en la medida en que tales gobiernos hicieran valer sus leyes y su dignidad ante Estados Unidos, contribuirían a reducir la ofensiva judicial, policial y mediática en contra de Manning, Assange y Snowden, los cuales no son
ladrones de información–como quiso presentarlos hace unos días James Clapper, jefe de Inteligencia del gobierno de Obama–, sino activistas que han sacrificado su seguridad, su libertad y su integridad para hacer conscientes a países y sociedades de la amenaza totalitaria procedente de Washington.
En el caso de México, la reacción de las autoridades ante el escándalo por el espionaje masivo y selectivo de la NSA en territorio nacional –uno de cuyos frutos conocidos fue la intercepción de decenas de miles de mensajes de texto de Peña Nieto y sus colaboradores– ha sido indigna, sumisa y vergonzosa, muy a tono con el entreguismo que caracteriza a este régimen. La demanda de un comportamiento gubernamental a la altura de la amenaza y de las obligaciones constitucionales y legales debe ser asumida como una causa social relevante.
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