miércoles, 19 de febrero de 2014

Política vacía

Luis Linares Zapata
M
irándose entre ellos. Oyéndose hasta en sus íntimas necedades. Departiendo con singular fruición en cuantas oportunidades tienen de frecuentarse, que son muchas y cotidianas. Mandándose recados, burlas, advertencias y amenazas a trasmano o utilizando sin gran sigilo las columnas periodísticas de manera impropia, la élite política mexicana no alcanza ni tampoco osa atisbar, menos aún analizar con detenimiento y apertura, los panoramas, las ideas y mensajes que provienen de los centros de poder mundial. Sus energías quedan agotadas casi en su totalidad en el reducido círculo de sus pasiones, ambiciones y pleitos para mantenerse en el escenario público. Sus prioridades se someten a los distintos niveles jerárquicos de sus interlocutores preferidos, sean éstos curas de renombre, sindicalistas eternizados, partidistas rivales, socios y, de manera especial, empresarios de categoría triple A. La expansión de sus intereses queda atada a negocios a la vera presupuestaria o dependientes de favores burocráticos atados con información privilegiada. Todo este trasteo palaciego lo cubren y protegen, con cínico sigilo, para ocultarlo del escrutinio ciudadano. La cortina de impunidad cae entonces como pesado cerrojo sobre esta anormalidad que llega, no pocas veces, a situaciones de franca ilegalidad. Los imperativos de acción quedan, también, condicionados por sus muchas complicidades, siempre tamizadas por la corrupción en gran o mediana escala.
De similar manera a como los políticos locales no filtran como es debido lo que se les envía con arrestos impositivos desde fuera, tampoco atienden algo más crucial y urgente: el clamor y las necesidades de la gente común. Quedan, por tanto, a merced de los mandatos, de los rituales y valoraciones acordadas por las plutocracias centrales y sus conexiones en el interior. Es aquí donde entra en auxilio, con toda eficacia, el complejo aparato de convencimiento que esos núcleos de influencia han ensamblado para servir a sus masivos intereses. Se llega así a formar densos grupos hegemónicos que acumulan para su propio beneficio la inmensa porción de la riqueza planetaria. Ese manojo de personas, convertido en rala élite de mandones que, por la misma concentración de capitales amasados, influyen, condicionan y, sin duda, pervierten las instituciones y la vida democrática para ponerlas a su exclusivo servicio. Al parecer, no hay escapatoria a tan tenebroso contexto, al menos en las presentes circunstancias. Menos aún si no se trabaja de manera constante y detallada en expandir la conciencia sobre los condicionamientos externos (ver, por ejemplo, el artículo de Carlos Fazio, La Jornada, 17/2/14). La misma gratuidad de una publicación como Time Internacional, elevando al presidente Peña Nieto a la categoría de salvador de México, debería introducir un caudal de dudas y poner sobre aviso a cualquiera, más todavía a la élite decisoria mexicana. Similar tratamiento y atención debería darse a la reciente categoría de inversión A que esta economía, tan golpeada en estos años pasados, ha recibido de la calificadora Moody’s. No hay que olvidar que esta clase de calificadoras trasnacionales son controladas por los famosos fondos de inversión, esos que manejan inmensos recursos en búsqueda desaforada de utilidades.
Ninguno de las alabanzas y los pronósticos halagüeños que han venido, uno tras otro en coordinada sucesión (recordar el efímero Mexican moment) es ajeno a las pretensiones que sobre los bienes nacionales empollan, no sin ansias intervencionistas, las plutocracias globales. Premios y condecoraciones van y vienen en estos días, previos a la esperada lluvia de contratos derivados de la manoseada reforma energética. El reconocimiento para el mejor secretario de finanzas –según opinión de una revistucha inglesa– otorgado al doctor Luis Videgaray deja huella suficiente para la sospecha sobre lo infundado de los halagos externos. Pero la llamada clase política local poco atiende a tales hechos de dominio y control. Se piensan ajenos a todo ello, intocables. Sobrestiman sus capacidades de movimiento, de autonomía o iniciativa propia. Asumen, con donaire fingido, que la actualidad empieza y se agota en sus entornos, en sus actos decisorios, en las iniciativas o programas que les acercan sus asesores. Aun cuando pueden aceptar o, más todavía, saber de manera cierta que sus propuestas de cambio se originan o proceden de instancias lejanas, etéreas o precisas, presumen que, con darles un ligero retoque, las mutarán de beneficiario.
Todo lo anterior podría muy bien ignorarse en sus partes medulares. Pero el desconocimiento que muestran respecto de las necesidades y urgencias de los de abajo que, aunque no lo acepten del todo, también son sus coterráneos, les quita todo sustento. Los políticos de la élite nacional flotan sin otro asidero que el dado por una ligera, defectuosa, esquemática formalidad legal y las ataduras de un ritual costumbrista ya anquilosado y endeble que requiere, además, el apoyo de grandes dosis de propaganda mediática para ser aceptado, aunque sea a regañadientes. Los referentes populares han sido, entonces, desconectados del discurso político oficialista. Es una especie de ilusionismo de poder, clasista en su mera médula, que no pretende siquiera establecer contacto alguno con las prioridades que dicen, que alegan, querer y defender para beneficiar a las mayorías nacionales. En este pastoso y nublado ambiente ejerce su labor esta rala élite que apenas alcanza el mote de gerentes políticos. No absorben culpa alguna por su evidente y probado desprestigio que roza linderos peligrosos. Desfilan, más orondos cuan torpes, por el escenario del quehacer público sin otra mira que calmar sus incontenibles pulsiones de reconocimiento. Y son ellos, en concreto, los que solicitan, cada determinado tiempo, la atención y el favor del voto popular

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