Adolfo Sánchez Rebolledo
L
a destrucción causada por Odille en Baja California Sur dejo al descubierto las fragilidades de nuestra sociedad. Si bien en este caso las alertas funcionaron a tiempo y las ayudas públicas y privadas se multiplicaron, reduciendo el número de víctimas fatales, lo cierto es que, una vez más, el huracán magnificó, como se advierte en los manuales oficiales,
la elevada vulnerabilidad de la sociedad y la economía. Ya no es sorpresa, sino la regla, que la vulnerabilidad se halle férreamente condicionada por la pobreza en la que sobreviven más de 60 por ciento de los damnificados que habitan zonas de riesgo, es decir, regiones marginadas carentes de servicios, generalmente expuestas a peligros mayores. En el caso de los municipios más afectados por Odille también fue así, con la agravante de que el meteoro destruyó prácticamente toda la red eléctrica y el suministro de agua, amén de la infraestructura de comunicaciones, los aeropuertos, la planta hotelera, en fin, un desastre en forma que, afortunadamente, no arrasó con tantas vidas humanas.
A la vulnerabilidad registrada hay que añadir, sin embargo, un dato que no parece menor en los desastres naturales de tiempos recientes. Y me refiero a la ausencia sobre el terreno de una autoridad que pueda definirse como
el Estado. Ya ocurrió en Guerrero cuando Manuel azotó Acapulco y sus alrededores: la tragedia probó la inutilidad de los gobiernos locales para hacerle frente al desastre y confirmó la enorme responsabilidad de los gobernantes de los tres niveles para fomentar la
vulnerabilidadconcediendo permisos irregulares para nuevos asentamientos y construcciones en zonas de riesgo. La experiencia ha probado que estas formas de corrupción hasta ahora absolutamente impunes son el basamento de muchas fortunas que a su vez integran grupos de presión, intereses capaces de cualquier cosa con tal de obtener los mayores beneficios.
Por terrible que parezca, los desastres naturales, junto con la mayor generosidad, también nos revelan la peor faceta de nuestra sociedad: la increíble fragilidad de las instituciones y las leyes para ordenar la vida en común. Es loable la disposición del Ejecutivo para atender con celeridad y eficacia las emergencias, pero ese no puede ser el método permanente. Si los gobiernos estatales y municipales
desaparecencon la llegada de los ciclones, algo anda mal en su funcionamiento primario. La ayuda federal es necesaria e indispensable, sin cuestionamientos, pero eso no puede significar que la presencia presidencial deba ser la norma. No es posible tampoco que la entrega solidaria de la ayuda, sean despensas u otros bienes, se realice como si se tratara de una campaña política, como, según informaciones periodísticas, ocurrió cuando empleados de Protección Civil en Todos Santos, al poner las cajas o el bulto en manos de los damnificados les advertían:
De parte del señor Presidente, antiguo mantra del más puro presidencialismo autoritario.
Cuando un desastre sacude a la sociedad todos los problemas implícitos parecen concentrase en un mismo momento y lugar, de modo que la
vuelta a la normalidadno los resuelve por completo. Si hemos de ser justos, en el caso de Baja California Sur fuimos testigos de un tipo especial de vulnerabilidad que mucho tiene que ver con la naturaleza de la convivencia social: la aparición de los saqueadores que se dedicaron a la rapiña ante la ausencia absoluta de la autoridad municipal o estatal. Es verdad que siempre es posible la irrupción del lumpen para sacar ventaja de las desgracias. Y se entendería que ante la carencia de víveres y agua muchos decidieran obtenerlos de los comercios establecidos, pero lo inaudito del caso es que entre los rapiñeros estuvieran ciudadanos montados en camionetas para robar cualquier mercancía de valor, sin necesidad alguna. Un reporte de prensa registra: “Lo que más nos pegó fueron los saqueos –cuenta Andrea Núñez, activista en una fundación que se dedica a becar a niños de escasos recursos–. Los mismos policías decían ‘pues ya, llévatelo’; la policía estatal ni se vio. Para donde voltearas no había nada que no te sorprendiera”. Fue necesario, como en Michoacán, llevar a la fuerza pública para regular el caos. Sería injusto generalizar, pero es obvio que estamos ante un problema grave que ilustra la pérdida de rumbo que nos aqueja.
Ya va siendo hora de que, en vez de inventarse
reformas políticasa modo, nos preguntemos en serio qué hacer para salir del atolladero de violencia, pobreza y corrupción que se ha convertido en un verdadero círculo vicioso. Que los partidos y los legisladores regresen a los temas fundamentales, a repensar el Estado que nos hace falta, sin confundir la eficacia con el centralismo o al federalismo con la balcanización.
He escrito que La Jornada es mi casa periodística desde 1988, pero desde antes me siento unido a ella, a su papel vivificador en la sociedad mexicana. Tuve la fortuna de asistir al acto fundacional que hoy recordamos con emoción. Sí, era posible un diario independiente, capaz de darle cauce al pensamiento crítico y voz a los que no la tenían. Con rigor intelectual y compromiso. Esa es su divisa. A los lectores que hacen posible La Jornada, un abrazo.
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