Bernardo Bátiz V.
D
os disposiciones de autoridad han coincidido en el tiempo. La semana pasada la Comisión de Gobernación de la Cámara de Diputados aprobó un dictamen de la Ley Reglamentaria del Artículo 29 Constitucional, para suspender o restringir derechos y garantías constitucionales. Casi simultáneamente el Gobierno de la Ciudad de México difundió por todos los medios de comunicación, en forma reiterada y amenazante, que a partir del martes 5 de abril los automóviles, sea cual fuere el color de su engomado, dejarán de circular en la Ciudad de México un día a la semana, so pena de sanciones no bien precisadas; para ello se adujo un acuerdo de la misteriosa Comisión Ambiental de la Megalópolis (CAME).
Parecen hechos inconexos, pero no lo son; ambas determinaciones tienen el mismo corte autoritario y represivo y ambas pretenden fundarse en formalidades jurídicas de dudosa legitimidad.
La decisión de la Comisión de Gobernación, como denunciaron Rocío Nahle García y Sandra Luz Falcón, diputadas de Morena, eludió formalidades de procedimiento, dado que la minuta que llegó del Senado para su discusión en San Lázaro fue turnada a las Comisiones Unidas de Gobernación y Derechos Humanos, esto es, a dos comisiones con objeto de que sesionaran juntas; por tanto, un dictamen unilateral de una de ellas, la de Gobernación, es violatorio de la normativa interna del Congreso y rompe con una regla vigente de derecho parlamentario.
Las diputadas señalaron también anomalías sustantivas en el proyecto, que otorga en forma velada, muy al estilo priísta, facultades discrecionales al presidente, que abren puertas a la arbitrariedad y al abuso de atribuciones. Esta crítica no es menor, dados los antecedentes conocidos de proclividad a la represión de actos políticos y sociales de protesta.
El asunto tiene otra vertiente: el artículo 29 de la Constitución es autoaplicativo, no requiere de una ley reglamentaria para que, dado el supuesto que el mismo prevé, de un riesgo para el Estado mexicano como entidad política o para la nación como comunidad, se eche a andar el mecanismo previsto para afrontar el riesgo.
Desde la primera versión en 1857, posteriormente en la Constitución de 1917 y hasta sus últimas reformas de 2014, el artículo citado ha estado en vigor sin necesidad de una ley secundaria que regule los pasos para la suspensión de garantías; el procedimiento está perfectamente bien definido en el mismo artículo constitucional; su texto es claro: en los casos de invasión, perturbación grave del orden público o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, el presidente, con la aprobación del Congreso de la Unión o de la Comisión Permanente, podrá restringir o suspender en todo el país o en un lugar determinado el ejercicio de los derechos y las garantías que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente a la situación.
El artículo señala que la suspensión o restricción de derechos será por tiempo limitado y mediante prevenciones generales y posteriormente, en tres o cuatro párrafos que se incorporaron al texto inicial ya en nuestro siglo, se regulan las disposiciones que el presidente puede tomar, con aprobación del Congreso, y se establecen, conforme a los convenios internacionales firmados por México, cuáles son los derechos que en ningún caso pueden suspenderse.
La verdad es que no hay necesidad de ley reglamentaria y la que se propone está redactada en forma ambigua y, como es lógico, conociendo cómo se las gastan los integrantes del Pacto por México, debemos sospechar de que hay una segunda intención en las prisas por aprobar una ley no necesaria.
Por lo que toca al ucase que pretende prohibir la circulación de la cuarta parte de los vehículos de la Ciudad de México, la confusión no ha sido menor: la Comisión Ambiental de la Megalópolis se creó en 2013; es un convenio de coordinación entre el gobierno federal, el del entonces Distrito Federal y los de los estados de Puebla, Tlaxcala, Hidalgo, México y Morelos. No constituye de ninguna manera una autoridad en sentido estricto y carece de fundamento en la Constitución; los pactos o convenios de coordinación no pueden sustituir a la legislación vigente ni confieren facultades que no otorga la ley.
Un principio reconocido del derecho es que los ciudadanos pueden hacer todo lo que la ley no les prohíba y en cambio las autoridades sólo pueden hacer lo que la ley les autorice. Es posible que sea necesaria la medida, lo malo es que la decreta una entidad que no es autoridad y no tiene facultades para hacerlo.
En los dos casos hay medidas violatorias a la legalidad. Es una pendiente por la que podríamos deslizarnos sin freno; la práctica de hacer a un lado la legalidad por motivos aparentemente urgentes no es admisible. Lo cierto es que en la legislación hay mecanismos para los casos previstos, y decisiones unilaterales e ilegales salen sobrando.
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