La constituyente cumplió
No colapsó, pese a vicisitudes
La carta magna, perfectible
Miguel Ángel Velázquez
C
on el tiempo encima, casi al final de la línea que la ley marca como fecha límite para entregar los trabajos, la constitución política de la Ciudad de México está lista, es razonable y, en un alto grado, justa, aunque no perfecta.
La lucha entre las diferentes ideas de lo que es y lo que debe ser la capital de México dejó en claro algo que hace algún tiempo se metió en el cajón de lo viejo las ideologías. La Asamblea Constituyente se convirtió, de esa manera, en la arena donde se discutieron principios, los pensamientos apegados a las distintas ideologías que viven en la ciudad, y muchas veces los intereses partidistas, que se comían las mejores intenciones y terminaban por dislocar algunas iniciativas que no estaban de acuerdo con el trazo que correspondía a sus visiones de futuro.
Como ya lo habíamos relatado, la construcción del cuerpo de la asamblea se fabricó con toda la intención de que colapsara. Primero se saboteó la voluntad popular al incluir en la diputación a quienes no tendrían ningún compromiso con la sociedad, porque no fueron electos y obedecían únicamente a sus partidos políticos o, por ejemplo, al Ejecutivo federal.
Luego se impusieron tiempos cerrados para que el texto fuera discutido, analizado y aprobado en sólo cuatro meses. Ciento veinte días en los que la problemática política, económica y social de esta ciudad parecían no caber en el intento por dotar a la metrópoli de formas novedosas, pero principalmente justas. La tarea iba más allá de cualquier realidad expuesta con anterioridad.
Tampoco había oficinas. Las discusiones internas de los partidos, así como las audiencias con la gente que llegaba a demandar atención a sus propuestas, se realizaban a veces en salones del Palacio de Minería, a veces en algún café cercano o simplemente en la plaza Tolsá.
Todos esos factores pronosticaban dos horizontes: el fracaso absoluto o la creación de una constitución chilaquil en la que los intereses de las organizaciones políticas traslaparan, como ya habíamos dicho, la intención de generar los cambios requeridos para inscribir a la ciudad en su tiempo y hacerla ver al futuro.
Quedan cosas por hacer, leyes que se deberán repensar, instrumentos nuevos, como un observatorio desde donde se vigile que el espíritu de las leyes aprobadas por esta asamblea no se pervierta por las visiones cortoplacistas, principalmente de las contiendas políticas, que ya están a la puerta de la historia.
De pasadita
Se discutía en tribuna el derecho a la vida, que en términos de la derecha, se diga lo que se diga, trataba de penalizar el aborto. Un fanático, que no hallaba un Obregón para descargar su furia, gritaba su sinrazón desde la tribuna, mientras en el área donde se servían los cafés y algunos alimentos el ex secretario de Hacienda y Crédito Público Ernesto Cordero preguntaba a quienes estaban a su alrededor si sabían quién había sido la primera mujer en pedir respeto a la voluntad de la mujer por abortar.
No hubo respuesta. La cara de what? recorrió el rostro de los que formaban el corrillo, pero la sorpresa aumentó cuando el panista, luego de un muy breve silencio, soltó el dato. Dijo que la primera defensora del derecho de la mujer al aborto fue la señora Graciela Arroyo de Cordero, alguna vez directora de la Escuela Nacional de Enfermería y muy, muy panista y madre de Ernesto Cordero, quien confiesa que está en total acuerdo con la tesis de su madre. Hasta ahí.
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