Luis Hernández Navarro
L
a mañana del miércoles 18 de enero, el estudiante Federico N, un joven de 15 años, entró a su aula en el Colegio Americano del Noroeste, en Monterrey. A sangre fría, disparó una pistola calibre .22 contra una maestra y un compañero de clase. Se puso de pie y vació el arma contra otros alumnos. Regresó a su pupitre, abrió su mochila, cargó nuevamente la escuadra y se descerrajó un tiro en la boca.
Federico N, hijo de una familia acomodada, tomó el arma de fuego de su casa. Sabía disparar. Había aprendido a hacerlo con su padre, aficionado a la cacería. Anunció en redes sociales que realizaría el ataque. Nadie pareció hacerle caso.
El tiroteo de Monterrey desató en muchas regiones del país una oleada de nerviosismo y preocupación. De inmediato se difundieron en redes sociales múltiples mensajes religiosos, convocatorias a organizar cadenas de oración y llamados a recuperar la vida familiar cristiana. Una parte de la sociedad respondió ante un hecho dramático e inédito desde el terreno de la fe.
La difusión del video del ataque y de las fotografías de la maestra y los jóvenes heridos precipitó un intenso y agrio debate sobre la legalidad y la inmoralidad de la divulgación de las imágenes. En ocasiones, la discusión sobre este asunto pareció opacar la gravedad y trascendencia de la agresión.
De inmediato se quiso dar al ataque una explicación sicologista. El crimen –dijeron diversos analistas– fue producto de los trastornos mentales del muchacho. Se dejó así de lado la normalización de la violencia que se vive en el país desde hace 10 años, la apología del uso de la fuerza que priva en amplias franjas de la sociedad, y la facilidad con que Federico tuvo acceso al arma.
También se pretendió responsabilizar del hecho al efecto
contagio. Así lo señaló el vocero de seguridad de Nuevo León, Aldo Fasci Zuazua, cuando advirtió a los padres de familia:
Necesitamos poner más atención a nuestros hijos, y tener más cuidado en lo que portan, con quién se juntan, porque tienen acceso a todo en las redes sociales. Esto es producto sin duda de lo que vieron en redes sociales en otros países.
Por supuesto, la tragedia de Monterrey no fue resultado de que un joven haya querido copiar la conducta de otros adolescentes en Estados Unidos o Dinamarca porque lo vio en las redes sociales. De entrada, le habría bastado con ver los telediarios nacionales o los noticiarios por cable para estar al tanto de hasta qué punto las balaceras, ajusticiamientos, feminicidios y desapariciones forzadas son parte de nuestra vida cotidiana. Agresiones que, en su inmensa mayoría, quedan impunes.
El tiroteo en el Colegio Americano del Noroeste abrió también una amarga discusión sobre la responsabilidad de maestros, padres de familia y autoridades en la educación de niños y jóvenes. Diversos malestares acumulados por los docentes durante años afloraron. En todo el país se escuchan voces magisteriales que advierten: se los dijimos...
No son pocos los profesores, tanto de escuelas particulares como de públicas, que están convencidos de que muchos padres de familia ven a las escuelas como una guardería de niños grandotes, donde los maestros se encargan de cuidarlos. Y que, en lugar de preocuparse por la educación de sus hijos brindándoles afecto, tiempo y atención, los compensan con dinero y libertades que no se acompañan de responsabilidades. Sin embargo, los papás culpan a los mentores de que los muchachos son indisciplinados y groseros.
Es así como los docentes se ven obligados a asumir los deberes familiares hacia sus alumnos, pero sin los recursos para hacerlo y hasta con la animadversión de los padres. Mientras tanto, los funcionarios socavan sistemática y permanente la autoridad de los educadores, colocándolos en el peor de los mundos posibles. Muchos de ellos se sienten atados de manos cuando sus alumnos les faltan al respeto.
La agresiva campaña contra los maestros y la educación pública impulsada en los medios de comunicación por organismos empresariales como Mexicanos Primero y por el gobierno federal para justificar la reforma educativa ha erosionado significativamente el respeto hacia los profesores dentro y fuera del aula. Maltratados e injuriados en cine, televisión, radio y prensa escrita, los maestros tienen que nadar contra la corriente para ganar la estima de sus estudiantes.
Sin embargo, por más justa que sea la recriminación profesional del magisterio ante los agravios sufridos, no puede explicarse la agresión en el Colegio Americano del Noroeste por la pérdida de autoridad de los profesores ante padres de familia y los educandos.
Para responder a la conmoción causada por el tiroteo de Monterrey, las autoridades no han encontrado mejor remedio que revivir el fracasado y cuestionado operativo Mochila Segura. La medida militariza las escuelas y criminaliza a los jóvenes al convertirlos en sospechosos de ser delincuentes. Las imágenes de policías revisando las mochilas de los estudiantes al entrar a clases son una vergüenza.
Mochila Segura es hija de la fracasada guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón. Ni previene ni protege a niños y jóvenes. Viola su derecho a la intimidad, respeto y dignidad, reconocidos en la Convención Internacional de los Derechos del Niño. Su aplicación es un reflejo autoritario de un Estado de creciente vocación policial.
El operativo que se echó a andar el pasado 19 de enero viola su propia normativa. Las reglas de operación del programa Escuela Segura establecen que los centros escolares que participan en el programa deben manifestar su voluntad de participar a través de una carta compromiso única. ¿Cuántas escuelas en las que los policías esculcaron a los jóvenes firmaron esa carta?
Ni las explicaciones sicologistas ni las de
contagioexterno ni las de pérdida de autoridad del magisterio permiten explicar la tragedia de Monterrey. De igual manera, ni las recomendaciones religiosas ni las escuelas militarizadas ni el regreso a un modelo de familia ancestral ni la criminalización de los jóvenes garantizan que algo así no vuelva a suceder.
Twitter: @lhan55
No hay comentarios:
Publicar un comentario