viernes, 23 de octubre de 2020

Bolsones de resistencia


M

ás allá de la figura clásica de Montesquieu de la separación de poderes, el régimen oligárquico mexicano edificó una institucionalidad atomizada. La mejor manera que encontró para perpetuarse fue distribuir el poder público en un vasto conjunto de comisiones, institutos y otros organismos con personalidad jurídica y presupuesto propios y, en muchos casos, con régimen de autonomía. Para asegurar la armonía entre todas esas instancias y su disciplina al programa central, secretó una tecnocracia ideológicamente uniforme que no estaba al servicio de la nación, sino de sí misma, que era fiel a la lógica del gobierno como feria de negocios y que no tenía más idea de futuro que la reproducción indefinida del modelo neoliberal.

Cualquier disonancia personal o corporativa con respecto a las decisiones centrales podía ser contrarrestada y corregida de manera extralegal mediante el soborno o, en casos extraordinarios de insubordinación, por medio del chantaje. De esa forma, la figura presidencial podía orientar y orquestar la acción de gobierno y confiar en que todos los titulares de las entidades públicas le serían fieles, no sólo porque le debían el nombramiento –tamizado por concertaciones legislativas que consolidaban la complicidad interpartidista–, sino porque, al serlo, estaban siendo leales a su propia conveniencia. La duplicidad de funciones –y con ella, la de gastos administrativos– no se veía como un inconveniente, sino como una ventaja, pues permitía el acomodo de una mayor cantidad de fieles en el presupuesto. La burocracia gubernamental engrosó sin cesar. Entre 2000 y 2012 la nómina oficial pasó de representar 11 por ciento del PIB a 32, y para 2018 era ya de 33 por ciento.

Una vez rota la obediencia automática al presidente que imperaba en el viejo sistema priísta, el mismo espíritu de cuerpo –o de clase– fue aplicado para someter al Legislativo y al Judicial. En realidad, el sistema de contrapesos del régimen oligárquico era una simulación; se trataba, más bien, de un sistema de alineación en función de intereses. Todos remaban en la misma lancha y al hacerlo, prosperaban.

Fuera del alcance de los gabinetes legal y ampliado, donde no se fiscalizaba nada, los institutos, comisiones y organismos autónomos o descentralizados gozan de un libre albedrío para hacer con el dinero público lo que a sus consejos les dé la gana, sin más riesgo de que la Auditoría Superior de la Federación (ASF) los coloque en situación de escarnio a posteriori. Vaya para el ejemplo picaresco el hallazgo de que al Instituto Nacional Electoral le encontraron en su lista de compras del año pasado motocicletas Harley-Davidson y alimento para mascotas.

Desde esa perspectiva, es natural que en diversos ámbitos del servicio público se hayan conformado verdaderos bolsones de resistencia a la Cuarta Transformación: desde ellos no sólo es posible poner piedras en el camino del gobierno, sino también disponer del poder que da el dinero.

Otros reductos de esa resistencia eran los fideicomisos que fueron legalmente extinguidos esta semana. Ideados en un principio como mecanismos para subsanar la lenta burocracia presupuestal y la inestabilidad derivada de eventuales turbulencias políticas en el Legislativo a la hora de formular el Presupuesto de Egresos, la gran mayoría de ellos terminó siendo territorio de depredación de recursos públicos, discrecionalidad, opacidad y corrupción. Su mera existencia era un reconocimiento cínico de la ineptitud gubernamental en lo que se refiere al deber del Estado de impulsar actividades y proyectos de interés nacional o proteger a personas vulnerables por diversas circunstancias.

A la luz de los datos divulgados el miércoles pasado por el presidente Andrés Manuel López Obrador y por la titular del Conacyt, María Elena Álvarez-Buylla; por ejemplo, los 41 mil millones de pesos de fondos de esa dependencia que el gobierno de Peña entregó a diversas trasnacionales para investigación, los casi mil millones destinados al fraude de los bebederos escolares (fideicomiso Escuelas de Excelencia) o los casi 400 millones que un ex director del Conacyt le concedió a la empresa de su esposa para la operación de un centro de estudios en Querétaro.

Sigue en curso la disputa por el poder entre la 4T y los remanentes del régimen neoliberal, y en ese contexto la extinción de los fideicomisos es un capítulo fundamental en la recuperación del Ejecutivo de su potestad para diseñar y aplicar políticas públicas. Es necesario, desde luego, buscar fórmulas legales, reglamentarias o administrativas para garantizar que las actividades de interés nacional y social que ameritan el respaldo del presupuesto público –como la protección de personas en peligro o vulnerabilidad, la especialización de profesionistas, la investigación científica y tecnológica, la creación artística– reciban tal respaldo sin interrupciones anuales, pero los fideicomisos no eran la solución adecuada, sino un repositorio de inmundicia.

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