o fueron los cárteles mexicanos los que empezaron el envenenamiento masivo de estadunidenses; fueron empresas farmacéuticas de Estados Unidos, con la corrupción del Legislativo y la pasividad del Ejecutivo y de la US Food and Drug Administration (FDA), los que volvieron adictos a millones de sus ciudadanos con toda suerte de opioides sintéticos, entre ellos, el fentanilo y el tramadol. Tal proceso se inició en 1996, cuando la compañía Purdue Pharma lanzó al mercado de medicamentos libres un analgésico supuestamente inofensivo, el OxyContin. Entre 2006 y 2012, los laboratorios comerciales Actavis Pharma, Pharmaceutical y SpecGx, además de la ya mencionada Purdue Pharma, vendieron 76 mil millones de dosis de analgésicos que contenían algún opioide entre sus sustancias activas.
Las cifras tienen un grado de incertidumbre, pero entre 1999 y 2019, las muertes por sobredosis pasaron de menos de 10 mil al año (4 mil de ellas por fentanilo) a unas 70 mil, y para 2022 ya eran más de 106 mil. Hacia 2015 las muertes por sobredosis fueron declaradas epidemia por la DEA y en 2017 Donald Trump declaró una emergencia médica, pero no adoptó medidas sustanciales para hacer frente al problema. En ese mismo año, se consideró que la sobredosis de drogas era la principal causa de muerte entre estadunidenses menores de 50 años.
En 2007 Purdue Pharma fue obligada a pagar una multa de 634 millones de dólares y poco después esa empresa junto con Walmart, Johnson & Johnson, Mallinckrodt y CVS fueron demandadas por la inundación deliberada
de analgésicos. Para 2020, Purdue, ya en quiebra, se declaró culpable en un juicio y se le fijó la obligación de pagar 8 mil 300 millones de dólares en indemnizaciones. Pero las sanciones llegaron demasiado tarde: los narcotraficantes –mexicanos, estadunidenses, chinos, canadienses o de cualquier otro país– habían encontrado ya un mercado consolidado y ávido e hicieron lo que suele hacer cualquier empresario en esas circunstancias: aprovecharlo. Para agravar las cosas, en el país vecino no sólo hallaron una masa de millones de adictos, sino también un supermercado de armas donde los fusiles de asalto están en régimen de venta libre, como lo estuvo el OxyContin, y un sistema financiero dispuesto a lavar miles de millones de dólares.
Centrar en los delincuentes mexicanos la responsabilidad por la epidemia de opioides sintéticos que padece Estados Unidos –y por las muertes por sobredosis– es, pues, hipócrita y falaz; se trata de una maniobra orientada a explotar con fines electoreros –de cara a los comicios del año entrante– las paranoias sociales chovinistas y xenofobias siempre presentes en el país vecino: los males y los peligros que enfrenta el país no provienen de su interior sino de los comunistas comeniños, de los terroristas de Medio Oriente, de los extraterrestres o de los mexicanos. El recurso ya fue empleado sin escrúpulos por Trump en 2016 y ahora, por lo visto, él y los de su calaña están dispuestos a ir más allá en la maniobra propagandística y proponen lanzar misiles al sur del río Bravo para acabar con el narco. Más maniqueo, imposible.
Desde luego, no basta con señalar responsabilidades en la crisis de adicciones en general que enfrenta la potencia del norte y en la crisis de violencia delictiva que persiste en diversos puntos de México. Es preciso buscar soluciones viables para ambos asuntos porque, en mayor o menor medida, se trata de fenómenos que encuentran en la vecindad geográfica y en la intensa relación bilateral dos canales de tránsito y expansión. Pero el gobierno de Estados Unidos tendría que empezar por reconocer que la epidemia de opioides empezó y se desarrolló en su propio territorio, que sus autoridades de todos los niveles no han hecho ni la décima parte de lo necesario para hacerle frente, como no lo han hecho ante el flujo de armas de alto poder en dirección norte-sur. Ese paso es indispensable si se quiere ubicar ambos asuntos en forma constructiva y positiva.
Hay, por lo pronto, una pieza que falta en el diálogo celebrado en Washington entre funcionarios locales y la delegación de alto nivel del gobierno mexicano que acudió encabezada por la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, y que contó con la presencia del canciller Marcelo Ebrard y de los secretarios de Salud, Jorge Alcocer, Defensa, Luis Cresencio Sandoval, y Marina, Rafael Ojeda Durán; del titular del Centro Nacional de Inteligencia, Audomaro Martínez Mendoza, del fiscal general Alejandro Gertz Manero y del embajador de México en esa capital, Esteban Moctezuma Barragán, entre otros. En voz de la primera, nuestro país puso sobre la mesa la voluntad de colaborar en la construcción de soluciones, pero también la condición de que el trabajo sea entre iguales y la defensa de la soberanía nacional.
A las esferas oficiales de Estados Unidos les resulta extremadamente difícil deponer las actitudes prepotentes. Sin embargo, el tono de la reunión permite ver cuánto ha cambiado en estos cuatro años la relación bilateral.
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