sábado, 22 de octubre de 2011

El hidalgo Miguel Ángel Granados Chapa



Elena Poniatowska


AGranados Chapa le fascinó su tierra, Hidalgo, y siempre permaneció en contacto con amigos comunes como David y Alicia Maawad. Le emocionaba mucho que le contara yo que desde la carretera a Pachuca había yo visto el acueducto del padre Tembeleque. Fui a Pachuca y pasé frente a él”. Sus dientes se asomaban entonces bajo su bigote negro y sonreía. Ahora, su recuerdo me hace pensar que su vida tuvo mucho de acueducto que lleva agua, así en lo alto, entre el cielo y la tierra.

–¿Trajiste “pastes”?

–No, traje helado pero ya se hizo aguado.

–¿De vainilla?

A la entrada de la ciudad, una nevería ofrecía la gloria de sus helados y recuerdo que a pesar de la prisa (todos vivimos con prisa) Mariana Yampolsky y yo, por indicaciones de Miguel Ángel, pasábamos por un barquillo y yo pedía un cuartito de vainilla en un cartón que invariablemente se derretía para traérselo al DF.

Granados Chapa fue un dador, una entrega diaria, un fluir de palabras, de análisis, un manantial de buenos consejos. Los gestos de hidalguía de Miguel Ángel Granados Chapa fueron incontables. Algunos me los contó hace años con emoción una agradecida Ángeles Mastretta, otros mis grandes amigos hidalguenses Arturo, Irma y Yuri Herrera, (que es ahora un joven escritor de talla y terminó como finalista del Premio Cervantes). En varias ocasiones hablamos de la barranca de Meztitlán y sus cactáceas, la Sierra Madre Oriental y sus coníferas taladas por los comerciantes. A Miguel Ángel, todo lo que le pasaba a su estado, Hidalgo, le sucedía en carne propia. Devanaba sus recuerdos a partir del más esencial, el que lo marcó a lo largo de su vida: el trabajo de su madre, maestra, para sacarlo adelante.

Hicimos un viaje a Israel, invitados por una organización obrera: la Histadrut y viajamos: Virgilio Caballero, Carlos Monsiváis, Adolfo Gilly, una linda hija de Gregorio Selser, Arturo Martínez Nateras y su mujer, Froylán López Narváez y su mujer y ya no recuerdo quién más. La voz más pausada, la más justa siempre fue la de Miguel Ángel que además le ganó a Monsiváis en decir de memoria a Ramón López Velarde, a Manuel José Othón, a Salvador Díaz Mirón y a Carlos Pellicer. Escucharlos competir era prodigioso porque nunca se equivocaban, nunca se les iba una línea. Ambos recitaron, actuándolos, todo El brindis del bohemio, pero a la hora del Himno Nacional, Granados le ganó a Monsiváis porque conocía todas sus estrofas.

Por su amor a la Constitución, Monsiváis y yo le pusimos a Miguel Ángel “la Constitucioncita”.

Barómetro de nuestra vida pública, la variedad de temas políticos y sociales que abordaba resultó asombrosa. Más sorprendente aún su capacidad de convocatoria. Todos acudimos al llamado de Miguel Ángel. Seguramente fue por la infinidad de asuntos que ocupaban su vida, no sólo en su “Plaza Pública”, que en sí misma era “la ventana” a la crítica lúcida y justa que tanta falta nos hace, sino su voz de jurista (cada día más heroica y esforzada) en su programa de Radio Universidad, además de su “Encuentro” en la televisión. Así, Granados Chapa llenaba varios campos de nuestra cultura social y política. ¡Y ni qué decir de Proceso cuya columna inició muy joven en el Excélsior de Julio Scherer García!

Granados Chapa es un ejemplo de lo que deberíamos ser nosotros, los periodistas.

El vacío que deja en nuestra vida política es inmenso.

Ahora tengo que leer con más frecuencia a mi querido y admirado Lorenzo Meyer que también seguía a Miguel Ángel.

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