miércoles, 19 de octubre de 2011

Granados Chapa: dignidad ante la muerte


Arnoldo Kraus

La dignidad supone un continuo, un continuo que corre desde que la conciencia determina el ser social y el ser moral de la persona; ese continuo se interrumpe cuando la muerte se apersona. Quienes tienen la oportunidad de pensar en la propia muerte, es decir, cuando se padecen enfermedades cuyos daños alertan sobre el final de la existencia, la dignidad y la calidad de la vida, suelen relacionarse con la calidad de la muerte. Ciertos cánceres, algunas enfermedades neurológicas y respiratorias forman parte de ese entramado.

El deterioro paulatino siembra reflexión y la reflexión conlleva preguntas: ¿cuáles son los límites de la vida?, ¿hasta dónde someterse a tratamientos médicos? Las respuestas a esas cuestiones provienen de valores como autonomía, dignidad, integridad y lo que fue la calidad de la vida.

Evadir los mensajes de la enfermedad es un camino. Afrontarlos es otra posibilidad. Ambos son válidos. Quienes han caminado investidos de dignidad y coherencia suelen confrontar, vis a vis, su final. Miguel Ángel Granados Chapa militó en el segundo grupo. Dignificó su vida cuando supo que el cáncer lo había derrotado. Homenajeó su existencia, junto con Shulamit, su compañera durante los últimos diecisiete años, cuando intuyó que la batalla personal, médica y familiar, de hijos y nietos, había sucumbido ante los estragos de un tumor que se instaló en él desde hacía cuatro años.

“Esta es la última vez que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós”, escribió, dos días antes de morir, en su última columna periodística. Seis días antes de su deceso tuve la oportunidad de intercambiar con él y Shulamit algunas palabras. Su mirada, frente a su último compromiso, es la razón para transcribir algunos fragmentos de ese diálogo.

Granados Chapa acudió a mi consultorio con la intención de hablar sobre la muerte. Sorprendido por su petición, le expliqué que era incapaz de hablar de ese tema, sobre todo, por no profesar ninguna religión. Le ofrecí, en cambio, dialogar acerca de la calidad de la muerte y del derecho de las personas para decidir, cuando eso es factible, qué hacer y qué no hacer con la propia vida. Dueño de una gran clarividencia y de una envidiable entereza, a pesar de los estragos físicos, de la incapacidad para hablar con fluidez y del cansancio que lo asolaba, Miguel Ángel relató sus últimas vivencias y retrató su situación actual con gallardía, sin un dejo de autocompasión y con inmenso respeto por las opiniones de Shulamit, su compañera.

Sabedor de la magnitud de su mal, certero de la victoria del cáncer y yermo de esperanzas médicas, había intuido, meses atrás, que su vida, y algunas de sus pasiones, llegaban a su final. Conforme avanzó la plática habló de las limitaciones impuestas por la enfermedad; las últimas semanas, “lo normal”, empezó a ser anormal. Los esfuerzos mínimos, comer, deambular, vestirse, fueron transformándose en una pesada carga, mientras que los pequeños, y a la vez grandes placeres de la vida, leer, escribir, conversar, hablar en la radio, fueron suplidos por fatiga, dolor y molestias.

“¿Usted piensa, pregunté, que mañana será peor que ayer?”. “Sí, cada día empeora mi condición. Aunque la muerte nunca ha sido una preocupación para mí, entiendo que mi vida toca su final. No deseo ser carga para nadie ni contagiar mis pesares a mis seres queridos. Todo me cuesta trabajo, lo antes sencillo ahora es complicado”. “En medicina, dije, algunos doctores utilizan el término futilidad cuando una acción médica, sea una prueba de laboratorio, una radiografía o una intervención médica, no produce ningún beneficio, es decir, no mejora la condición del enfermo”. “Eso sucede conmigo: nada sirve, no más, nada puede ofrecerme la medicina”.

Su mirada interna reflejaba bien los destrozos de la enfermedad. La experiencia con los pacientes terminales que no desean continuar sometiéndose a tratamientos médicos y deciden tomar las riendas de su vida en sus manos suma tres constantes. Pérdida o disminución de la autonomía, merma o detrimento de la dignidad, e incapacidad para gozar la vida o avistar un futuro esperanzador. Las reflexiones de Granados Chapa reproducían, con precisión, la triada previa. Su historia, su dignidad y la tenacidad de la lucha cotidiana desde el periodismo le permitieron saber hasta cuándo y hasta dónde. Esa simienza le ayudó a cerrar una vida dedicada al periodismo con una frase brutal y contundente: “Esta es la última vez que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós”.

La dignidad se forja en el día a día. La calidad de la vida la determinan innumerables circunstancias, muchas, bien o mal avenidas, desde la cuna, y otras, construidas en los quehaceres cotidianos. La calidad de la muerte, el valor para afrontarla y apoderarse de ella, se vinculan con la forma con la cual se miró a la vida y con los valores por medio de los cuáles se caminó por la misma vida.

Las enfermedades terminales son un reto único y brutal. Aglutinan la dignidad de la vida y la dignidad ante la muerte. Hay quienes logran vencer la humillación de las enfermedades terminales. Hay quienes consiguen dialogar con su muerte. Quienes escapan de las humillaciones de la enfermedad, y dialogan con su final a través de la historia de su existencia rinden un homenaje a la vida. Eso hizo Granados Chapa.

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